Vivimos un tiempo extraño: el avance de la ultraderecha es descrito con precisión meticulosa por analistas, académicos y comentaristas que enumeran síntomas, porcentajes y tendencias con una frialdad casi clínica, pero que rara vez se preguntan -o se atreven a responder- qué se hace frente a ello. Se constatan hechos como si fueran fenómenos naturales, tormentas inevitables o ciclos históricos inmodificables. Esa actitud no es neutral: es una forma de renuncia. Porque cuando la política se limita a observar, clasificar y explicar, pero abdica de proponer resistencia, deja el campo libre a quienes sí actúan, aunque lo hagan desde el miedo, la mentira y la destrucción del vínculo democrático. No basta con comprender el mundo; en momentos como este, negarse a confrontar equivale a colaborar por omisión.
El fenómeno no se explica por adhesión ideológica, sino por desprecio. Desprecio hacia lo que se percibe como una clase dirigente moralizante, distante, autosatisfecha. En Estados Unidos, millones de ciudadanos prefirieron votar dos veces por Trump no porque ignoraran quién era, sino precisamente porque lo sabían. Votar por él fue un acto de castigo: contra Obama, contra los Clinton, contra los medios, contra las universidades, contra todo lo que "representan". La verdad factual, las normas democráticas o incluso la decencia dejaron de importar frente a una pulsión más elemental: golpearlos. En esa lógica, el daño colateral -a la democracia, a las instituciones, a la convivencia- se vuelve secundario. El voto deja de ser una elección de gobierno y se transforma en un gesto de humillación simbólica al adversario.
No se trata de una anomalía norteamericana ni de una excentricidad electoral. Es un fenómeno mundial, reconocible en Francia, Alemania, Italia, Hungría, Brasil y ahora en buena parte de Occidente. El voto por la ultraderecha no es un error de cálculo: es un acto de venganza política. Millones de ciudadanos prefieren incendiar la casa común con tal de ver arder a quienes desprecian. La democracia, con sus reglas, sus contrapesos y su lenguaje moderado, se vuelve prescindible frente a una pulsión más primaria: castigar a las élites que "los miraron en menos", que hablaron en su nombre sin escucharlos, que administraron el poder como si fuera patrimonio propio. En este clima, la verdad deja de importar, la legalidad estorba y la democracia se transforma en daño colateral. Lo inquietante no es solo que voten por líderes autoritarios; es que estén dispuestos a sacrificar la democracia con tal de humillar a quienes dicen representarla.
El avance de la ultraderecha no es un accidente ni una desviación momentánea: es la respuesta brutal a una democracia que dejó de proteger y de representar. Como advirtió Tony Judt, cuando la política abdica de la justicia social y del bien común, el espacio es ocupado por relatos más simples, más crueles y más eficaces emocionalmente. Jürgen Habermas lo formuló con precisión inquietante: cuando los ciudadanos perciben que las decisiones fundamentales se toman fuera del proceso democrático -en mercados, tecnocracias o pactos opacos-, la legitimidad se erosiona incluso si las instituciones permanecen intactas. Lo que emerge entonces no es un deseo consciente de autoritarismo, sino una fatiga democrática profunda, una sensación extendida de abandono y humillación.
Chile reproduce este patrón con una nitidez alarmante: décadas de neoliberalismo sin correcciones estructurales produjeron crecimiento sin comunidad, derechos formales sin experiencia real y una política que administró el poder sin hacerse cargo de sus consecuencias sociales. En ese vacío, la ultraderecha no necesita convencer ni gobernar bien: le basta con castigar, con nombrar enemigos, con prometer orden allí donde la democracia fue vivida como indiferencia. Esa es la verdadera advertencia: no estamos frente a una moda ideológica, sino frente al fracaso de una democracia que olvidó para qué existía.
A ese deterioro estructural se suma un factor decisivo: el uso consciente y sistemático del miedo y de la mentira como tecnología política, amplificada por medios capturados, degradados o deliberadamente irresponsables. George Orwell lo formuló con una claridad que hoy resulta inquietante: "En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario". La ultraderecha ha entendido lo contrario: no necesita que la gente crea, le basta con que tema. Como advierte Timothy Snyder, "la posverdad es prefascista", porque cuando los hechos dejan de importar, el miedo ocupa su lugar como principio ordenador. El control indirecto de los medios, la deslegitimación sistemática del periodismo, la repetición obsesiva de falsedades y la instalación permanente de amenazas -delincuencia, migración, caos, decadencia moral- no buscan informar, sino mantener a la sociedad en estado de alarma. Chile no está al margen de esta lógica: aquí también el miedo ha sido convertido en programa político, amplificado por pantallas, titulares y redes que confunden rating con verdad. En ese clima, la verdad pierde valor público: no se vota por lo que es cierto, sino por lo que promete protección inmediata.
El miedo no gobierna mejor: desquicia mejor. Desordena la razón pública, rompe los vínculos mínimos de confianza y paraliza aquello que la democracia exige para existir: deliberación, paciencia, responsabilidad. Eso es precisamente lo que la ultraderecha busca. Y en Chile, ese miedo fue amplificado mientras el progresismo, salvo honrosas excepciones, no supo o no quiso dar la pelea. Se abandonaron las banderas, se dejó el espacio simbólico vacío, se administró la derrota como si fuera madurez política. Muchos prefirieron entregar el poder antes que confrontar, convencidos de que siempre habría tiempo para volver en cuatro años más. Esa renuncia es más grave que una derrota electoral: es una derrota moral. La única voz que entendió que el miedo no se gestiona, sino que se enfrenta, fue Jeannette Jara. Lo demás fue silencio, acomodo o espera. Y mientras se espera, otros gobiernan el país desquiciándolo, porque cuando el miedo reemplaza a la política, la democracia no pierde una elección: pierde su razón de ser.
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