Por décadas, la centroizquierda chilena ha sido protagonista de los momentos más significativos de la construcción democrática del país, participando y también liderando gobiernos que, en unidad, lograron combinar estabilidad macroeconómica con avances sociales reales, una política exterior respetada y una institucionalidad fortalecida. Esa herencia no es solo un recuerdo, es una responsabilidad política que hoy debe movilizar a los partidos, adherentes y simpatizantes del sector, a consolidar una postura sólida y cohesionada de cara a las primarias de fines de junio.
En un escenario de creciente desafección ciudadana, crisis de representación y urgencias sociales acumuladas, la centroizquierda tiene el deber de actuar con unidad, convicción y visión estratégica. La fragmentación, en este contexto, no solo es una amenaza electoral: es una falta de comprensión del momento histórico.
Chile no necesita más indefiniciones. Necesita certezas. La certeza de que hay una coalición capaz de gobernar con responsabilidad social, dispuesta a retomar proyectos largamente postergados como la modernización del sistema de salud, la ley de pesca, la de fármacos, o la nueva ley de rentas regionales.
El país necesita una centroizquierda que, desde el Congreso, impulse grandes acuerdos sin renunciar a sus convicciones, que combine crecimiento con equidad, que no se esconda tras la calculadora electoral, sino que se comprometa con los cambios que la ciudadanía viene esperando por años, lejos de los populismos. Este propósito exige voluntad política de todos y cada uno de los actores que se sientan identificados con este proyecto, desde la DC al PS, desde los independientes de izquierda hasta los del centro.
Los discursos populistas se alimentan, precisamente, del vacío político. Cuando los sectores moderados no logran articular una narrativa de cohesión con mirada de futuro, ese espacio es ocupado por quienes prometen soluciones simples a problemas complejos.
Enfrentar el populismo implica también rechazar la tentación autoritaria que muchas veces se disfraza de "eficiencia" o de "orden". Implica defender con firmeza el rol del Congreso, el diálogo institucional, los contrapesos del poder y la participación social en las decisiones públicas.
Y aquí, nuevamente, la historia de la centroizquierda chilena ofrece lecciones: durante décadas supo construir acuerdos amplios sin renunciar a sus principios, fortaleciendo al mismo tiempo el Estado y la ciudadanía. Hoy, esa misma tradición debe renovarse y proyectarse. Las primarias de junio no son solo una elección interna: son la oportunidad de ofrecer al país una alternativa clara frente al vacío que dejan la polarización y el populismo con sus promesas sin sustento fiscal ni democrático.
En este marco, merece un especial reconocimiento el gesto de la candidata del Partido Socialista, quien con nobleza y visión política comprendió la necesidad de que el partido fuera protagonista, no desde la candidatura, pero sí desde la experiencia y el liderazgo al servicio de una estrategia colectiva.
Se trata de un acto de generosidad que encarna lo mejor de la historia del socialismo chileno: la capacidad de leer los tiempos, de anteponer por sobre todo los intereses del país y del proyecto común de la centroizquierda. Con esa decisión, no solo se fortalece una candidatura de unidad: se fortalece una forma de hacer política.
El desafío, entonces, es claro: consolidar una candidatura que encarne un proyecto de país serio, comprometido y transformador. Que represente un pacto político y ético que defienda la democracia, las instituciones y los derechos sociales, desde una visión progresista y con arraigo ciudadano. No hay espacio para ambigüedades. Cuando las certezas democráticas tambalean, la política con sentido de Estado -la política que construye y no destruye- se vuelve más urgente que nunca. La centroizquierda debe actuar a la altura de su historia: una fuerza que transforma, que suma, que lidera con ideas claras y vocación de mayoría. El futuro de Chile no puede seguir esperando.
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