Es clásica la imagen de Mafalda haciendo un gesto de asco frente a un plato diciendo "¡¡¿¿otra vez sopa??!!", ante la insistencia de su madre de darle, una y otra vez, ese plato de comida. De forma similar, luego de haber soportado meses de un proceso constituyente divisivo y delirante, la clase política vuelve a empeñarse -una vez más- en darnos sopa constitucional: otra vez anuncios grandilocuentes; otra vez conversaciones de pasillo y la búsqueda de "grandes acuerdos transversales" (por cierto, entre los propios partidos políticos); y otra vez -sí, otra vez- esfuerzos para diseñar y aprobar una nueva Convención, acompañada (como es lógico) de sus correspondientes convencionales.
Una de las grandes razones que ofrecen los que defienden un nuevo proceso constituyente es que la actual Constitución Política estaría "muerta". Curiosa afirmación ¿es que no hay en este momento una real separación de poderes entre el Gobierno y el Congreso Nacional? ¿Es que no hay tribunales independientes? ¿Es que los ciudadanos no cuentan con un recurso de protección para defender sus derechos y libertades? ¿Es que no hay autoridades que estén ejerciendo sus cargos y atribuciones fijados por esta misma Carta Fundamental? Si la respuesta a estas preguntas es "sí", y el país sigue operando a nivel jurídico e institucional, parece que la actual Constitución Política rige y está bastante viva.
Si es así, entonces, debemos insistir en una verdad incómoda. No hay ninguna norma en la actual Constitución que impida a la clase política enfrentar ahora mismo los grandes problemas que preocupan a la población (en particular, la violencia y los primeros indicios de una crisis económica de proporciones, hasta ahora, incalculables). Esto es así porque una buena Constitución -como lo es la actual-, nunca tiene por objeto primario consagrar las mejores políticas sociales, ni obligar a un gobierno a adoptarlas, sino establecer un esquema de poderes que asegure los derechos y libertades de las personas. La responsabilidad de las buenas o malas políticas que se han implementado en Chile, por tanto, no ha dependido nunca de lo que diga o deje de decir la Constitución, sino de lo que los políticos regidos por ella han hecho o han dejado de hacer. Los problemas de inseguridad, salud, educación, vivienda y seguridad social que presenciamos dependen, en la actualidad, de decisiones de las autoridades y del Parlamento. Nada de esto cambiará con una nueva Constitución Política. Lo único que podría cambiar con un nuevo proceso constituyente, si se hace mal -o si sectores políticos con ansias refundacionales, como sucede con uno de los principales partidos de gobierno, vuelven a tomar el control del nuevo proceso constituyente-, es que el futuro documento político abra las puertas a la vulneración de aquellos derechos y libertades, tal como intentó hacerlo la fallida nueva Constitución con el derecho de propiedad, la libertad de pensamiento o los derechos de los padres sobre sus hijos, y un sinnúmero de otros derechos.
Lo cierto es que en 2022 -tres años y 68.000 millones de pesos más tarde desde el "estallido"-, el país está mucho más debilitado para iniciar otro proceso constituyente. En este marco de hecho, y mientras los problemas que realmente importan a la población -delincuencia e inflación- están entrando en fase de necrosis, las interminables conversaciones constitucionales comienzan a reducirse, en definitiva, al anhelo de cierta clase política ensimismada en su castillo de cristal. Con un país más pobre, violento e inestable, el mito de la nueva Constitución empieza a convertirse en el plato de sopa que nuestros dirigentes nos quieren ofrecer a cambio de eludir su deber de gobernar y legislar, ahora mismo, en pro del bien común.
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