La época que vivimos
El desvanecimiento en el aire del socialismo real europeo a fines del siglo XX obliga a redefinir lo que se entendió por un partido revolucionario del pueblo trabajador, tras la Revolución Rusa de 1917. La "caída de los muros" develó que el carácter de la época histórica presente sigue siendo el mismo de los últimos tres siglos, es decir, la transición de la vieja sociedad agraria y señorial a la moderna sociedad urbana y burguesa.
Dicha transición epocal, como todas las anteriores, ha tomado y demora todavía un largo tiempo. Se encuentra hoy a medio camino alrededor del planeta, puesto que recién a inicios del presente siglo los habitantes urbanos superan en número a quienes todavía viven y trabajan en el campo, donde sólo una pequeña fracción de su trabajo se incorpora a bienes y servicios que se venden en el mercado.
Sin embargo, la sociedad humana se está transformando en este tiempo a una velocidad pasmosa, impulsada desde las profundidades tectónicas por un proceso de urbanización que constituye de muy lejos el fenómeno social más masivo y vertiginoso que haya experimentado jamás la humanidad, que la transformará de arriba a abajo y por completo. Por lo anterior, el carácter de todas las grandes revoluciones modernas ha sido, y seguirá siendo por largo tiempo, aquel que el programa del Partido Bolchevique señalaba para la Revolución Rusa, bajo la denominación "democrático-burguesa". La sociedad que ha surgido y surgirá de todas ellas es asimismo todavía una en que el pueblo trabajador -que siempre lo produce todo- se ve obligado a entregar una parte principal del fruto de su trabajo a las clases propietarias de los medios de producción que él carece (Adam Smith). Es decir, una sociedad dividida en clases sociales.
Los porfiados hechos han demostrado que no fue posible el fantástico asalto al cielo de los bolcheviques. Este partido revolucionario anticapitalista alcanzó el poder en un país aún feudal y horrorizado, cómo el mundo entero de esos años, por la carnicería atroz de la Primera Guerra Mundial, provocada por el naciente capitalismo imperialista europeo. Se propuso saltar la moderna época burguesa por completo y construir de inmediato la sociedad sin clases que sin duda la reemplazará en el futuro. En cambio, los bolcheviques convertidos en comunistas encabezaron la que durante muchas décadas constituyó la forma más avanzada del desarrollismo estatal, institución que ha conducido a todas las sociedades burguesas en su nacimiento y evolución. Convirtieron a Rusia en un país moderno y poderoso, capaz de derrotar al nazismo alemán en la Segunda Guerra Mundial, que equilibró el poderío de la principal potencia imperialista y evitó así la guerra nuclear, y apoyó todas las revoluciones anticoloniales y modernas del siglo, aparte de alcanzar el espacio.
El Partido Comunista de China replicó ese camino, pero decuplicado en el país más poblado del planeta. Al asumirlo en lúcida conciencia a partir del último quinto del siglo XX, está logrando realizar la transición a la modernidad más impresionante de la historia y construir la que por estos días se convierte en la mayor y más moderna economía del mundo. La Época Moderna, que de ese modo continúa aun extendiéndose alrededor del mundo, al igual que todas las anteriores, tampoco durará para siempre. Si la transición a ella aún en curso logra evitar los horrores de la guerra mundial -lo que no pudo Europa-, cuando finalmente abarque a toda la humanidad y dé todo lo que puede dar, llegará el momento de ser reemplazada y lo será. Esta vez por una sociedad sin clases que finalmente ponga fin a la prehistoria de la humanidad. Los partidos revolucionarios del pueblo trabajador estarán presentes para conducir esa, la última de las eras de revoluciones de clases, que abrirá paso al porvenir.
Las revoluciones suceden
Todo lo anterior apunta al movimiento pesado de la historia, que en siglo XX se impuso al mayor intento de ingeniería política jamás intentado en forma consciente por un partido revolucionario. Ello ciertamente no significa que la historia se mueva por sí sola, sino muy por el contrario, la escribe la acción del pueblo trabajador con sus periódicas irrupciones masivas en el espacio político. Siendo estas una acción conjunta de millones de personas, también presentan regularidades que exceden la capacidad de un partido de determinar su trayectoria a su sola voluntad. Sin embargo, como se verá en lo que sigue, la existencia de tal partido, es decir, de una agrupación de personas que conscientemente se propone conducir las irrupciones masivas del pueblo trabajador en política, es una necesidad imprescindible para conducirlas en sus momentos decisivos. Sea cual sea la forma que tome y las ideas que lo inspiran, cumple el papel de un pequeño timón en un pesado transatlántico, que sostenido con acierto y firmeza puede incidir leve y gradualmente en su trayectoria, evitar colisiones y conducirlo a puerto.
En el cuadro epocal descrito, un partido revolucionario del pueblo trabajador tiene por misión principal incidir decisivamente en su conducción, durante sus sucesivas irrupciones masivas en el espacio político. Para lograr encauzar su inmensa energía impulsando la realización de las reformas en cada momento necesarias. Para acabar con los principales abusos y distorsiones que se han acumulado por décadas. Mismas que han provocado las correspondientes crisis políticas nacionales, las que ayudan así a resolver en un sentido de progreso.
Durante las demás fases del ciclo de actividad política popular, el partido revolucionario se prepara para el adecuado desempeño de su misión principal, sin perderla jamás de vista. Defendiendo en todo momento de manera intransigente los intereses del pueblo trabajador, ayudando a su organización, educación y actividad política regular, entre otras tareas. La necesidad de un partido revolucionario del pueblo trabajador se ha fundado siempre, se funda hoy y se continuará fundando por mucho tiempo, precisamente en el hecho evidente que a cada tanto las revoluciones suceden. Las irrupciones masivas del pueblo trabajador en política se han sucedido con cierta periodicidad en todas las sociedades a lo largo de toda la historia y todas las épocas que la conforman hasta el momento. Son la manera en que el pueblo trabajador se hace respetar.
Permiten resolver en un sentido de progreso las constantes pugnas entre los de arriba, en favor de aquellas fracciones dispuestas a enfrentar a los poderosos y realizar las reformas en cada momento necesarias. Imponen de ese modo a la autoridad política el cumplir a plenitud con su deber esencial, sobre el que se funda su legitimidad: Su capacidad de enfrentarse a los poderosos, para impedir que abusen y exigir que cumplan rigurosamente con sus principales obligaciones en el pacto social (Maquiavelo, El Príncipe, Cap. IX):
Sólo el cumplimiento estricto de estas obligaciones legitima que los de arriba se apropien del excedente de la producción social, que en su integridad es fruto de la actividad del pueblo trabajador. La participación masiva del pueblo trabajador en el espacio político, evidencia a lo largo de décadas una trayectoria cíclica similar a la que describe el movimiento de grandes masas de partículas en la naturaleza, y también en la época moderna con el de cientos de millones de empresas e individuos que intercambian sus mercancías en el mercado mundial.
Los miles de millones de personas que conforman el pueblo trabajador se van influenciando mutuamente en lo que respecta a su participación en los asuntos públicos, hasta converger en una determinada dirección y sentido. Se aprecian así en su movimiento períodos de retracción de su actividad política, seguidos de largos períodos de calma chicha o avance a paso de tortuga, el que luego se acelera gradualmente y cada vez más rápidamente, hasta estallar en su fase desplegada, para luego inevitablemente volver a retraerse y dar inicio a un nuevo ciclo. Por cierto, estos ciclos de actividad política popular se suceden unos a otros en cada sociedad en particular, aunque hay bastante evidencia de cierta coincidencia entre unos y otros, en la medida que todos son influenciados por fenómenos de alcance planetario.
A lo largo de todas las fases de cada ciclo, dicha trayectoria no es nunca lineal, sino que se asienta a través del oleaje de constantes alzas y bajas, avances y retrocesos, victorias y derrotas. No todas las revoluciones son iguales. Las que tienen lugar durante las transiciones de una época histórica a otra en una sociedad determinada, es decir, los ciclos de actividad política del pueblo trabajador que se suceden durante el tiempo que toma a cada sociedad el paso de un modo de organización de la vida y trabajo al que le sucede en la historia, se ubican en una categoría diferente a las demás. Se las denomina "Eras de Revoluciones" (Eric Hobsbawm).
De todas las irrupciones populares que en cada país conforman su Era de Revoluciones, hay una en especial que el pueblo trabajador que de ellas nace distingue y llama su revolución, la escribe con mayúscula y reconoce como la madre que lo parió. En el caso de las revoluciones modernas, éstas se distinguen porque durante su curso por primera vez el campesinado se suma masivamente a la lucha revolucionaria del pueblo trabajador de las ciudades (Albert Souboul).
Las Eras de Revoluciones Modernas no incluyen sólo irrupciones populares victoriosas, sino también derrotas espantosas, seguidas de períodos más o menos prolongados de restauración de las viejas oligarquías. Es el caso nada menos que la Revolución Francesa, que tras ser aplastada en Waterloo debe soportar décadas de restauración del rey y los nobles, mismos que son aventados por las sucesivas revoluciones de 1830 y 1848. Las transiciones de una época a la que le sigue en la historia toman usualmente a lo menos medio siglo en cada país y varios siglos en completarse a nivel planetario. No ocurren simultáneamente en todas las sociedades, sino primero en unas y luego en otras, hasta alcanzar finalmente a la humanidad toda.
La enrevesada trayectoria que ha venido siguiendo la transición desde el viejo modo de producción basado en señorialismos agrarios, al moderno modo de producción urbano y capitalista, a lo largo de tres siglos y hasta alcanzar hoy la mitad de la humanidad, se puede apreciar siguiendo los fogonazos de las grandes Revoluciones Modernas alrededor del mundo.
Entre éstas y a riesgo de dejar muchas de lado, no se pueden dejar de mencionar por su carácter pionero y significación a la Revolución Inglesa de 1648, la Revolución Francesa de 1789 y la Primavera de los Pueblos de Europa de 1848. Por cierto a la Revolución Rusa de 1917 que inspiró la mayoría de las principales revoluciones del siglo XX, incluidas nada menos que la Revolución China de 1949 y la Revolución Vietnamita iniciada por esos mismos años, y en América la Revolución Cubana de 1959 y la Revolución Chilena de 1970, admirada por ser la primera realizada en democracia.
Dicha trayectoria obedece a fenómenos puramente históricos que no guardan mucho respeto por la geografía. La Revolución de los Claveles de Portugal, por ejemplo, tuvo lugar en 1976, tres siglos después del estallido de la primera, en un país ubicado a la distancia de un tiro de piedra. Tampoco por las ideas que las inspiran. La religión ha jugado un papel central en las primeras en Europa y también en la Revolución Iraní, última de grandes dimensiones del siglo XX.
La crisis política nacional que vivimos
Chile está culminando en este tiempo su Era de Revoluciones Moderna, la que se ha extendido a lo largo de un siglo, durante el cual el pueblo trabajador ha irrumpido masivamente en el espacio político a cada década en promedio. Incluyendo la Revolución Chilena, el ciclo de actividad política popular que se extendió desde mediados de los años 1950 y hasta 1973, que por vez primera sumó masivamente el campesinado junto al pueblo trabajador, la juventud e intelectualidad de las ciudades.
En su fase desplegada, fue conducida en forma magistral por el Presidente Salvador Allende y la Unidad Popular, alianza de partidos que se propuso y logró llevar hasta su culminación irreversible las reformas que se habían iniciado durante el gobierno precedente, encabezado por la Democracia Cristiana. Esta conducción revolucionaria tuvo el acierto estratégico pionero de realizarlas en el marco del sistema democrático que en este país tiene una larga tradición de flexibilidad.
La revolución fue aplastada y el Presidente inmolado el 11 de septiembre de 1973, por un golpe militar sangriento, gatillado por la principal potencia mundial en el marco de la Guerra Fría, La dictadura de Pinochet restauró en el poder a la vieja oligarquía agraria, más bien a sus vástagos henchidos de revanchismo y disfrazados de revolucionarios neoliberales. La rebelión popular, una nueva irrupción masiva del pueblo trabajador, en los años 1980, la más heroica y que por primera vez se desplegó incluso en el terreno militar, conducida por el conjunto de las fuerzas democráticas logró acabar con la dictadura y restablecer un sistema democrático.
Una sucesión de gobiernos han conducido el país desde entonces y realizaron muchas cosas importantes en beneficio del pueblo. Sin embargo, nunca se propusieron siquiera acabar con los principales abusos y distorsiones impuestas por la restauración oligárquica. Todo lo cual condujo a una nueva irrupción popular masiva desplegada a partir del 18 de octubre de 2019, conocida como 18-O. Lamentablemente, la participación en dichos gobiernos de todos los partidos populares y revolucionarios del pueblo trabajador, los que condujeron brillantemente las irrupciones anteriores, les ha inhibido en su capacidad de conducir ésta. Ese es precisamente el problema político principal del momento actual.
La tarea de hoy es construir de inmediato esa fuerza política popular, democrática y revolucionaria, que encauce la inmensa energía de un pueblo trabajador que ha irrumpido en espacio político, para enfrentar a los poderosos y realizar las reformas necesarias. No necesita ser un partido, debe surgir de los actuales pero al mismo tiempo fuera de ellos. El sistema democrático y su calendario electoral de los próximos 12 meses ofrecen un camino para construirla oportunamente.
En tiempos como estos suceden cosas extraordinarias. La historia se acelera. Cómo en Chile tras el 18-O, puede suceder en 30 días lo que no aconteció en 30 años. Cómo en Chile en 1970, cuando en tres años se realizaron transformaciones irreversibles que en tiempos normales demoran siglos. En tiempos de crisis política nacional el deber de quienes estamos por cambios de fondo es abrir caminos para conseguirlos.
A modo de epílogo, nada mejor que la frase del prefacio de Engels a la edición de 1883 del Manifiesto Comunista, que fue publicado originalmente en 1848, pocas semanas antes del estallido de la Primavera de los Pueblos de Europa: "La producción económica y la estructura social determinada por ella, forman, en cada época histórica, la base de la historia política e intelectual de esa época; que, por consiguiente (y a partir de la abolición de la primitiva propiedad común de la tierra), toda la historia ha sido una historia de luchas de clases, luchas entre clases explotadas y explotadoras, dominadas y dominantes, en los diversos grados del desarrollo social; que esta lucha, empero, ha alcanzado hoy un grado en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede librarse de la clase que la explota y oprime (la burguesía) sin librar al mismo tiempo y para siempre a la sociedad entera de la explotación, la opresión y la lucha de clases".
* La versión completa del presente texto fue presentado en la última sesión del ciclo "Revolución Social en Chile, en el Centenario de Lenin y Recabarren"
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