Se cumplen treinta años del inicio del gobierno del presidente Aylwin y de la transición, en medio de un proceso político que tiene como unos de sus emblemas “no son treinta pesos, son treinta años”. Hacer un balance ecuánime no es hoy muy sencillo.
Partamos por señalar que el intento de manipulación de la fecha por el gobierno de Sebastián Piñera es bastante inicuo, si se considera que el suyo es el gobierno de la UDI y RN, que apoyaron en 1988 la continuidad de una dictadura y luego por 30 años se negaron sistemáticamente a producir el levantamiento de los candados antidemocráticos de la Constitución del 80. Hasta el punto en que esa negativa culminó en la rebelión de octubre de 2019.
El fin extremadamente tardío de los senadores designados y del sistema binominal, pero manteniendo hasta hoy los altos quórum de aprobación de leyes y reformas y una Tribunal Constitucional partisano, no habilitan a la derecha chilena para reclamarse de la democracia y su consolidación.
Peor aún, este sector político ha logrado mantener hasta ahora sus privilegios, pero al precio de desprestigiar la propia idea democrática, especialmente ante las nuevas generaciones. O al menos ha puesto en duda la capacidad de la democracia para resolver los problemas de las mayorías.
Pero es absurdo afirmar que desde 1990 no se han producido avances democráticos y sociales. No vivimos en una dictadura como la de 1973-90 sino en una democracia “semi-soberana” (Hunneus), en la que existen libertades y un Estado de derecho (muy perfeccionable), en la que las autoridades se eligen periódicamente y son controladas por la prensa y los tribunales y en la que existen poderes municipales y regionales democráticos.
Este proceso de democratización no debe quedar oscurecido por el grave retroceso a que ha llevado el actual gobierno al decretar el Estado de emergencia en octubre pasado y validar una represión de las Fuerzas Armadas en un período, y de Carabineros permanentemente lo que es inaceptable y busca impedir el derecho a manifestarse y a oponerse al gobierno.
Es la policía la que en muchas circunstancias provoca antes que controla a los grupos que producen destrucciones, mientras es sorprendentemente ineficaz para prevenir o llevar a los tribunales a la delincuencia organizada, tribunales que en muchos casos no están cautelando los derechos básicos de las personas.
Pero no debemos olvidar que, a pesar de la lentitud de los tribunales e insuficiencias variadas en la aplicación de las penas, la justicia sigue persiguiendo y condenando a los criminales violadores de derechos humanos en la dictadura, cuyas penas se cumplen en la mayoría de los casos mediante privación de libertad. Y que entre los avances progresistas en materia de libertades se cuenta desde 1994 la despenalización del adulterio femenino; desde 1998, el fin de los hijos ilegítimos; desde 1999, la despenalización de la sodomía; desde 2004, la ley de divorcio; desde 2015, la ley de Acuerdo de Unión Civil; desde 2017, la ley de despenalización del aborto en tres causales, y desde 2018, la ley de Identidad de género.
Los ingresos de las familias, el empleo y los mecanismos de protección social han aumentado desde 1990 más que en cualquier otra etapa prolongada de la historia de Chile y la producción crecido al doble que en dictadura, si bien las insuficiencias son múltiples y en algunos casos graves: la economía se ha concentrado enormemente, los derechos de los trabajadores y los consumidores son inexcusablemente limitados, la precariedad es el signo principal del mundo del trabajo, mientras no se ha producido una diversificación industrial y de innovación para salir de una especialización productiva limitada a la extracción y baja elaboración de materias primas, sin protección suficiente del medio ambiente, lo que se explica por la influencia del gran empresariado rentista en el parlamento.
Los avances sociales han sido significativos. La esperanza de vida al nacer, que refleja en buena medida las condiciones de vida de la mayoría de la población, pasó de 73,7 años en 1990 a 80,2 años en 2019, es decir un aumento de 6,5 años, una de las tasas más altas de América Latina (levemente por debajo de Costa Rica), cifra que supera a la de Estados Unidos, cuya esperanza de vida al nacer aumentó en solo 4 años en el mismo período y pasó de 75,3 años en 1990 a 78,9 en 2019, según la Organización Panamericana de la Salud.
La tasa de mortalidad de los niños menores de un año (un indicador directo de pobreza) pasó de 16,0 en 1990 a 7,1 en 2017 por cada 100 mil nacidos vivos.
La tasa de mortalidad por homicidios (un indicador directo de criminalidad) pasó de 10,2 en 2000 a 7,5 en 2016 por cada 100 mil habitantes en el caso de los hombres y de 1,4 a 1,1 en el caso de las mujeres.
Sin embargo, estos avances notorios no deben dejar de considerar la precariedad de las pensiones y de los servicios públicos de salud y educación y el lento avance en la desconcentración de la distribución del ingreso monetario.
La desigualdad de ingresos sigue siendo una de las mayores de América Latina y del mundo, aunque bajó de un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 46,6 en 2017. El de Argentina es de 41,2 y el Uruguay de 39,5 (datos del Banco Mundial), países con un PIB por habitante cercano al de Chile. Mantener esa situación de desigualdad ha reflejado la persistencia del poder político y mediático de la oligarquía económica.
Estamos después de 30 años ante la evidencia de un sistema político en el que el peso de la derecha y del financiamiento ilegal de la política no ha permitido que se hagan realidad las opciones mayoritarias en materia de impuestos, reglas laborales, control de recursos naturales, educación y salud públicas, entre otros temas cruciales.
Debe producirse un proceso indispensable de regeneración democrática. Además del control oligárquico, la acción política en la pos dictadura devino en prácticas generalizadas de “extractivismo”.
Para muchos de sus actores, la política es hoy el espacio social en el que insertarse para obtener cargos públicos o bien intermediar lucrativamente con el capital privado.
Muchos no hicimos lo suficiente para impedir la creación de maquinarias burocráticas de extracción de recursos desde la política en detrimento del interés general. Por eso era y es indispensable romper con esas prácticas para proyectar los valores democráticos y crear una nueva institucionalidad que permita la expresión de los intereses de la mayoría social en el gobierno del país.
El veto oligárquico sobre la democracia y su degradación clientelística, junto a la persistencia de desigualdades y de deterioros ambientales inaceptables, es lo que tiene que abordar ahora el proceso de cambios políticos y sociales. Treinta 30 años después, la historia sigue su curso.
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