Y qué hacer con los dueños de Chile

La presión del poder económico privado sobre la independencia de la política es ya intrínseco al capitalismo neoliberal, sin control democrático y a su libre albedrio. La hegemonía de este inconmensurable poder está compuesta de una élite -un 1,01% de la población- que, según estudios de la Cepal de 2017 y 2019, perpetúa que el 10% más rico concentre 66,5% de la riqueza total neta del país, mientras el 50% de los hogares más vulnerables apenas recibe el 2,16%.

Además, sostienen que el 1% de súper ricos es dueño del 26,5% del Producto Interior Bruto. Estos datos contractados demuestran que una elite económica es, en términos absolutos, propietaria de Chile. Esta riqueza está concentrada, según un estudio de Ciper Académico del año 2020, en dos grupos: los súper ricos, 140 individuos que tienen un caudal de US$150.000 millones; y los ricos, 1.500 personas con una concentración de riqueza de entre US$5 y US$100 millones cada uno, con un total de US$ 120.000 millones.

En conjunto, el 1,01% de la población tiene US$ 270.000 millones (después de la crisis sanitaria mantienen US$ 250.000 millones); vale decir, 32% de la riqueza privada total de los chilenos; un monto de toda la producción de Chile en un año.

Este enorme poder fáctico, que cogobierna en la sombra y en los gobiernos de derecha se sienta en el sillón de Bernardo O'Higgins en La Moneda, ha conspirado contra las grandes mayorías democráticas que claman por un capitalismo inclusivo y redistributivo de la riqueza, como sucedió en la administración Bachelet 2, el más reformista de la era pos-dictadura.

En efecto, los pocos conglomerados oligopólicos conspiran contra las reformas bacheletistas con un soterrado lockout empresarial: dejan de invertir; despiden masivamente a asalariados y permiten bajísimos niveles de crecimiento económico, en espera del resultado de esta auténtica sedición política larvada en concomitancia con sus dos partidos de derecha.

A pesar de que por primera vez la mayoría política -desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista- controla el Poder Ejecutivo y Legislativo, la derecha, sin apoyo democrático mayoritario, abusa del Tribunal Constitucional declarando la inconstitucionalidad de las reformas y, paralelamente se desarrolla la conspiración económica empresarial, al borde de la sedición, contra las reformas bacheletistas, es decir, contra las mayorías democráticas. A menos de un año del gobierno de derecha, que sucedió al de Bachelet, el crecimiento económico sube de 1% a casi 5%.

¿Qué hace pensar que ahora será distinto?

Durante 30 años, esta derecha empresarial echó sus anclas en el inmovilismo político para perpetuar el statu quo pinochetista: un capitalismo ultraneoliberal excluyente, elitista y autocrático. Sin permitir los cambios durante 30 años provocaron el estallido social. Su reacción postestallido es el repliegue en su corriente política más extrema -decididamente ultraderechista, es decir, antidemocrática-, para insistir con cabezonería en el inmovilismo político para continuar con sus enormes privilegios oligárquicos.

La clase empresarial y sus dos partidos hiper corporativistas, umbilicalmente unidos, están anquilosados en una auténtica glaciación ideológico-económica totalitaria; y no tienen receptores para entender la responsabilidad social del empresariado y el respeto a la mayoría democrática de una sociedad que clama por un capitalismo social incluyente. Es más, concibe la democracia como un sistema que se vertebra en la exclusión de los derechos sociales de las grandes mayorías como parte fundamental de la filosofía ultraneoliberal: la desigualdad es el combustible motivador para que el emprendimiento individual se dinamice y la economía crezca; es decir, la desigualdad estructural debe existir sí o sí.

Este capitalismo cognitivo ultraneoliberal, sin control político, en el cual unos pocos monopolios tienen un poder económico superior a los estados y que, capturando el aparato político, de facto gobiernan, se han hecho intocables por la ineficiencia de controles políticos del mercado; y sin importarles las mayorías democráticas puede abortar nuevamente el cambio.

Resulta inquietante que las fuerzas políticas que prometen transformaciones estructurales después de tsunami social de octubre de 2019 -Nuevo Pacto Social, de Yasna Provoste; y Apruebo Dignidad, de Gabriel Boric- no tengan en su agenda como prioridad negociar un contrato político con este poder de facto. Este diálogo, tan esencial como inevitable con los dueños de Chile, brilla por su ausencia. Sin este acuerdo, no habrá cambio en Chile. Un gobierno reformista tendrá que afrontar un estallido económico que estimulará la desestabilización socioeconómica con un planificado bloqueo empresarial, de tal forma que la cesantía y la pobreza impulsen a las mayorías, por aclamación, pedir que regresen como salvadores del caos.

Es un engaño no alcanzar o forzar un acuerdo -de cara a todo el país- con este poder de facto. De lo contrario, se llegará a La Moneda y al Parlamento apoyados por mayorías irrefutables y armados con grandes ideales de cambio, pero que los dueños de Chile transformarán en cañonazos sólo para matar moscas. Sucedió ya en la administración Bachelet 2, con una aún más reformista, será mucho peor.

Un pacto político-económico con este poder de facto es tan inevitable como intrínseco para posibilitar el cambio.

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