Resulta alarmante analizar el clamor de los ciudadanos de Maipú de armarse cada uno, de forma particular, ante la nueva escalada de la delincuencia en Chile: ya no es el asalto callejero, una encerrona o un portonazo, sino turbas completas entrando a casas particulares, con sus moradores adentro. Nadie podría criticar el clamor de esos vecinos. Se trata de ataques organizados a lo que cualquiera de nosotros consideraría como su santuario más íntimo y seguro: nuestro propio hogar. Y no hay Estado.
El problema es que la autotutela -que así se llama la justicia por propia mano- es la negación misma de la paz social, el derecho y la justicia. Ninguna sociedad civilizada puede sobrevivir si cada uno de nosotros se toma la justicia por sí mismo. Eso es lo que imaginaba uno de los clásicos de la filosofía política, Thomas Hobbes (el autor de la famosa sentencia "el hombre es el lobo del hombre"): Una sociedad ingobernable y sumida en la miseria, en la que todos luchaban contra todos, movidos por su avaricia y las pasiones más bajas. Para evitar eso, Hobbes propuso la instalación de un sistema político (el famoso Leviatán) que, de una vez por todas, sometiera a todos a una paz forzada a través del poder brutal del gobierno.
Otro autor -que suele ser presentado como el polo opuesto de Hobbes- es John Locke, uno de los fundadores del liberalismo político. Rechazando la autoridad brutal propuesta por Hobbes, sí hubiese coincidido con éste en el por qué necesitamos autoridades para frenar la violencia. Para Locke, mientras la autoridad política no existe, el hombre tiene derecho a defenderse por propia mano.
Sin embargo, cuando se constituye esa autoridad, el gobierno tiene el derecho y el deber de defender a los ciudadanos frente a ataques contra sus vidas, libertad o propiedades. La autoridad, por tanto, existe para defender los derechos de las personas, evitando que estas se hagan justicia de forma independiente.
Si Hobbes y Locke vieran lo que sucede hoy en Chile, advertirían que un sistema judicial e investigativo pensado para superar los problemas de la persecución penal de hace 40 años -pero en el cual hoy delincuentes y mafias de verdaderas bestias humanas, tales como el Tren de Aragua, campean a sus anchas-, no está cumpliendo con el deber primario del Estado de defender a los ciudadanos de la violencia. Verían también -probablemente con asombro- que ciertos sectores de la Fiscalía, tribunales, y del Gobierno se siguen esforzando en considerar a algunos delincuentes como "víctimas del neoliberalismo" o, a peores, como "compañeros de ruta" necesarios para la revolución, mientras son implacables para perseguir a nuestros carabineros y, en general, a todo ciudadano desarmado y de clase media que cometa el imperdonable error de no pagar sus impuestos o pasarse una luz roja.
Parece, entonces, que lo fundamental no es tanto el sistema de persecución penal, sino el cómo se aplica. Si el mismo sistema penal permite librar a delincuentes y perseguir ferozmente a carabineros, es que urge un cambio de actitud del Gobierno, y de jueces y fiscales, en la forma de combatir a la delincuencia. No sea que, a futuro, aparezca una autoridad hobbesiana que ponga término al conflicto de forma definitiva y brutal, aplastando no solo a los delincuentes, sino también los derechos de la gente de bien.
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