Vivimos en tiempos en donde pareciera que las certezas, con las que estábamos acostumbrados a interactuar, desaparecieron. Estas certezas, desde la ciencia, la economía y la política, hoy están convertidas en dinamismo puro, lo que nos impide poder hacerlas inteligibles para, idealmente, gestionarlas con un adecuado orden. Una de las expresiones de dicha incertidumbre es el conflicto que día a día pareciera tomarse las primeras planas tanto de la escena internacional, nacional, como también la familiar y, por supuesto, la organizacional.
Desde la primavera árabe (Milne, 2011) a "los indignados", o de las revueltas chilenas de 2018(1) a las de Perú de 2022, este fenómeno está -pareciera ser- lejos de mermar, ya que responde en última instancia no solo al agotamiento de un modelo político-económico que sitúa la competencia individual por sobre la cooperación colectiva (y eso, tarde o temprano, desgasta peligrosamente a la comunidad), sino que además la actual coyuntura es una expresión ya no de una crisis, sino de un sistema que pareciera generarlas de manera constante. Y ese modelo, fundado lejos, por allá por el siglo XVIII, nos habla de un modo de razonar con un método científico y con teorías políticas propias de su tiempo, pero que hoy parecen obsoletas(2).
Como lo señala Innerarity de manera clara, "el desfase de la teoría política tiene mucho que ver con una evolución de la sociedad, de la ciencia, de los distintos subsistemas sociales, que no ha sido acompañada con la correspondiente renovación de las categorías políticas [...] Ciencia moderna y democracia moderna eran empresas íntimamente relacionadas, [no obstante], mientras la ciencia ha cambiado buena parte de sus paradigmas, los conceptos centrales de la teoría política no han llevado a cabo la correspondiente transformación" (Innerarity, 2020).
Aceptar que nuestras sociedades están en un proceso de veloz transformación es el primer paso para adecuar nuestras acciones y modos de pensar (de representar la realidad). Hoy, pareciera ser que el simplismo, la liviandad analítica y de gestión, son las principales herramientas en el accionar sobre todo político. Una frase en redes sociales luce más importante que sacar adelante políticas públicas a largo plazo (con visión de Estado).
Dotar de complejidad, entonces, sería uno de los primeros pasos, sobre todo para gestionar los conflictos. Cuando hablamos de complejidad no hacemos referencia a lo ininteligible, sino que nos estamos refiriendo al poder estudiar "las pautas, estructuras y fenómenos que emergen a partir de las interacciones entre elementos, sean partículas, células, agentes u organizaciones" (Innerarity, 2020). Es decir, asumir que las interacciones en un sistema complejo no son lineales, sino que extremadamente sensibles a perturbaciones, y, por lo tanto, reaccionan muchas veces de maneras que no se corresponden con su intensidad. Así, una causa mínima o local puede provocar rápidos procesos de amplificación y producir efectos globales.
Aquí, una correcta lectura y gestión de conflictos es fundamental, sobre todo en el ámbito de la gestión pública y de gobierno. Hemos sido testigos (desde hace décadas) de cómo los conflictos (o algunos de ellos) han sido evitados y postergados, generando con esto mucho más malestar que, a la larga, posibilita conflictos más grandes, o incluso "estallidos". Esto, porque el conflicto no surge como una característica propia de la naturaleza genética humana, sino que es el resultado de un error en el desarrollo de nuestras relaciones, de nuestra evolución como personas. Como error, este es susceptible de ser modificado y, por tanto, resuelto (Vinyamata, 2011).
Pero ¿cómo deconstruir una cultura que favorece la conflictividad? La respuesta a esta interrogante no cabría en una columna de opinión, pero al menos se debiera contemplar la enseñanza de una cultura de paz desde los niveles primarios de la educación: Resolución de conflictos en base a la cooperación, mediaciones tempranas en las aulas, formar encargado/as de resolución de conflictos en escuelas y liceos. Formar, en la gestión pública, a profesionales que se dediquen a analizar la conflictividad local y en poder proponer mecanismos de gestión de conflictos. Formar, reitero. No basta con tener habilidades comunicacionales, sino que hay que formar especialistas en gestión de conflictos.
El caso de la Siderúrgica Huachipato sirve de ejemplo. Más allá de la complejidad de la situación, la dilación en el tiempo de este conflicto hizo que las movilizaciones y protestas se tomaran la agenda. Al final, primaron los intereses de cada parte, por sobre las posiciones cerradas de ambas partes. Eso es gestión que, si hubiera llegado semanas antes, hubiera ahorrado dinero y costos políticos para el Gobierno.
Para gestionar conflictos se debe tener siempre presente una de las leyes del poder presente en "El Padrino", la gloriosa película de Francis Ford Coppola: "En una negociación, nadie debe salir humillado" (Mayol, 2023).
(1) Para el caso chileno, útil puede ser el análisis de Garretón, Manuel Antonio (Coord.) "La Gran ruptura. Institucionalidad política y actores sociales en el Chile del siglo XXI". LOM Ediciones, Chile 2016
(2) Interesante es la interpretación que Alberto Mayol da al respecto en su llibro, "El abismo existencial de Occidente. Malestar en la civilización". Editorial Catalonia. Chile 2022
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