La reciente aprobación unánime, en la Comisión de Gobierno, Descentralización y Regionalización del Senado, de una indicación presentada por legisladores de Demócratas, que exige a los partidos políticos rechazar explícitamente el uso, la propugnación o la incitación a la violencia en cualquiera de sus formas como medio de acción política, constituye una señal significativa para la solidez democrática del país. Esta medida no es solo un formalismo, sino que reconoce principios fundamentales de la teoría democrática contemporánea que son esenciales para la vigencia de la democracia.
Lejos de ser un mero trámite, esta exigencia recuerda la naturaleza misma de lo que es un partido político en democracia. Los partidos se definen precisamente por su método de acceso al poder: aspiran a dirigir el sistema político mediante el voto popular. Este rasgo esencial los distingue de otras organizaciones que también buscan ejercer el poder. Un ejército golpista impone su voluntad mediante la fuerza armada, mientras que un grupo guerrillero o terrorista recurre a la violencia y, en algunos casos, al terror para alcanzar sus objetivos políticos. Los partidos democráticos, en cambio, compiten por el apoyo ciudadano mediante la persuasión racional, el debate plural y la construcción de mayorías electorales.
Es justamente porque los partidos, además de cumplir tareas socialmente útiles, buscan acceder al poder vía el voto, que existe financiamiento público destinado a garantizar acceso equitativo a los sufragantes. Este reconocimiento del rol esencial de los partidos en democracia hace totalmente coherente que la norma que se discute en el Senado se incorpore a la ley de partidos políticos.
Robert Dahl, uno de los teóricos más influyentes de la democracia moderna, identificó como requisito esencial de toda democracia el compromiso de los actores políticos con métodos pacíficos de competencia y resolución de conflictos. Para Dahl, ya en el libro "La Oposición en las Democracias Occidentales", la poliarquía -sistema caracterizado por la competencia abierta y la amplia inclusividad ciudadana- solo puede funcionar cuando existe un acuerdo básico sobre las reglas del juego democrático, lo que incluye necesariamente la renuncia a la violencia como herramienta política, a fin de que la política dependa del voto.
Esta discusión se conecta directamente con el concepto de "oposición leal" desarrollado por Juan J. Linz en sus estudios sobre las quiebras democráticas. Linz demostró que las democracias colapsan no solo por la acción de sus enemigos declarados, sino también cuando actores que dicen aceptar el sistema mantienen una lealtad ambigua hacia él. Una oposición verdaderamente leal acepta las reglas democráticas incluso cuando pierde y se compromete a disputar el poder exclusivamente por medios institucionales legítimos.
La indicación aprobada en el Senado refleja esta idea: los partidos pueden y deben disentir, criticar y proponer alternativas, pero siempre dentro del marco que ofrece la democracia constitucional. La fidelidad al derecho implica aceptar que el acceso al poder solo es legítimo cuando se produce mediante los procedimientos constitucionales y legales establecidos. Esta autolimitación no es una debilidad: es característica constitutiva del sistema democrático contemporáneo.
Cuando una organización que se presenta como partido mantiene vínculos con la violencia o no renuncia explícitamente a ella, desdibuja su propia identidad democrática. Deja de ser, en sentido estricto, un partido y se transforma en algo híbrido y peligroso: una organización que aspira a los beneficios de la competencia electoral mientras mantiene abierta la opción de usar la fuerza. La historia del siglo XX ofrece variados ejemplos de movimientos que utilizaron las instituciones democráticas como fachada mientras preparaban un asalto antijurídico al poder.
En un contexto latinoamericano donde la violencia política ha dejado profundas cicatrices históricas, esta disposición adquiere un valor simbólico y práctico adicional. No se trata de silenciar el disenso ni de criminalizar la protesta social legítima, sino de trazar una línea clara e infranqueable: en democracia, ninguna causa -por noble que se considere- justifica el recurso a la violencia para alcanzar objetivos políticos.
Chile puede dar así una señal relevante de fortalecimiento de su cultura democrática. La estabilidad institucional no se construye solo con buenos diseños constitucionales, sino también con las prácticas y el compromiso ético y político de quienes participan en la competencia por el poder. En tiempos de erosión democrática en tantas partes del mundo, conviene recordar que este régimen no es únicamente un conjunto de procedimientos, sino un pacto de convivencia cívica que exige a todos sus actores la renuncia expresa y definitiva a la violencia como instrumento político.
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