Para bien o para mal, la corrupción en diversos lugares del mundo ha sido un poderoso gatillante de perturbaciones sociales y políticas. Desde la caída del Imperio Romano -erosionado por la descomposición estatal- hasta la Reforma Protestante -encendida por la venta indebida de indulgencias y otros vicios eclesiásticos-, los grandes quiebres civilizatorios rara vez surgen solo por disputas ideológicas. Estas alteraciones institucionales suelen ocurrir cuando los abusos de quienes ostentan el poder superan el límite tolerable de cualquier sociedad. La corrupción generalizada en todas sus formas ha funcionado como un agente de inestabilidad y posterior transformación, muchas veces violenta.
Si la historia evidencia que este mal ha sido la causa de grandes cambios en la trayectoria de varios países, emerge la cuestión del rol que en el pasado la corrupción ha tenido en el nuestro. Pero antes de abordar el caso chileno, es legítimo examinar si el concepto de corrupción que se utiliza hoy -asociado al abuso de poder y a la traición hacia quien lo ha otorgado- significaba lo mismo hace más de dos siglos, cuando Chile empezaba su vida como nación independiente.
Desde el Diccionario de la Lengua Castellana de 1803, hasta la edición de 1822 entre otros repertorios semánticos, las definiciones responden de manera inequívoca: sí, corrupción era "estragar, pervertir, viciar las buenas costumbres". Se trataba del mismo fenómeno con el que en la actualidad se entiende a la corrupción política, pero con una dimensión más amplia e incluso más didáctica: moral, filosófica y orgánica; como si el Estado fuera un cuerpo que podía pudrirse desde dentro. En su esencia, aquella lejana definición es sorprendentemente actual.
Aceptando entonces que el concepto de corrupción no ha variado en Chile desde las campañas emancipadoras hasta el presente, resulta pertinente averiguar en cuáles contextos formales hizo su debut. La documentación al respecto ofrece el Reglamento Constitucional Provisorio del Pueblo de Chile, cuerpo legal promulgado el 26 de octubre de 1812 bajo el gobierno de don José Miguel Carrera. Considerado el primer texto constitucional chileno, este consta de un Preámbulo y 27 Artículos que incluyen diversos asuntos modernos tales como la soberanía nacional, el régimen representativo, la división de los poderes públicos y las garantías individuales de las personas. Es precisamente en ese Preámbulo -que, como toda introducción a una Constitución Política expone sus motivos y propósitos- donde aflora con total nitidez la corrupción como causa de los esfuerzos independentistas.
En efecto, dentro de solo 377 palabras que conforman todo el Preámbulo, su primer párrafo establece que las provincias de la Nación Española se vieron obligadas a "precaverse de la general ruina a que las conducían las caducas autoridades emanadas del antiguo corrompido Gobierno; y los Pueblos recurrieron a la facultad de regirse por sí o por sus representantes, como al sagrado asilo de su seguridad".
Enseguida, en el mismo párrafo se establece que Chile con igual derecho y necesidad mayor, "...imitó una conducta, cuya prudencia han manifestado el atroz abuso que han hecho en la Península y en la América los depositarios del poder y la confianza del soberano...". Y como contraste se menciona el antónimo de la corrupción: "la aprobación de los respetables cuerpos e individuos de carácter y probidad".
Dichas oraciones no deben entenderse como caprichos metafóricos. En el lenguaje político de la época eran afirmaciones tan graves como hoy sería un informe que denunciara la colusión entre los tres poderes del Estado o la captura de alguno de ellos por grandes grupos económicos. Para los auténticos republicanos que participaron en la redacción de ese disruptivo Preámbulo, una institucionalidad corrupta carece de legitimidad y, por ende, no merece ser obedecida.
Desde esta perspectiva postular que la corrupción del sistema colonial fue uno de los motores del proceso emancipador chileno, no es una extrapolación contemporánea, sino una lectura fiel de las fuentes. No fue, por cierto, el único factor: la crisis de la monarquía española, la invasión napoleónica, el surgimiento de élites intelectuales y las tensiones comerciales jugaron un papel decisivo. Pero el propio texto constitucional sugiere que la corrupción del gobierno era percibida como una amenaza estructural: un orden debilitado, injusto y peligrosamente incapaz de garantizar seguridad, virtud cívica y estabilidad política.
Chile no se independizó únicamente por un impulso ilustrado ni por una aspiración romántica de libertad; también lo hizo porque quienes condujeron el proceso emancipador creyeron que el Estado colonial había traspasado los umbrales de la dignidad. Lo consideraron moralmente agotado, institucionalmente enfermo y políticamente improcedente. En otras palabras, la corrupción fue uno de los argumentos que nos independizó.
Entonces, quizás la siguiente pregunta no es en qué medida la corrupción influyó en la Independencia, sino qué tan vigente sigue siendo este fenómeno como impulso originario de otras transformaciones radicales. Porque si la corrupción ayudó a justificar la creación de la República, la responsabilidad actual es impedir que este mismo mal sea también el germen de su colapso.
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