Michelle Bachelet quiere volver a la ONU, ahora por la puerta más grande. Y el gobierno de Gabriel Boric decidió poner su nombre sobre la mesa en el recinto más simbólico: la Asamblea General. No es un guiño menor ni un capricho del día. Es, más bien, una jugada que parece condensar tres cosas a la vez: ambición diplomática, convicción ideológica y cálculo político en un fin de ciclo.
El Presidente la explicitó con claridad -"es tiempo de una mujer y de una voz latinoamericana"- al anunciar la nominación en Nueva York.
El movimiento remeció Santiago. En el oficialismo, orgullo y épica; en la oposición, reproches por la forma ("no lo socializó" y "compromete al próximo gobierno"). La política chilena, tan habituada a mirarse el ombligo, se reencontró por 48 horas con la geopolítica real: para llegar a la secretaría general de Naciones Unidas hay que sortear sin vetos el Consejo de Seguridad, y luego una ratificación de la asamblea.
Brasil en la ecuación
En este tablero, el peso de Brasil es ineludible. La relación entre Lula y Bachelet ha sido históricamente cercana, marcada por afinidades progresistas y buena sintonía personal. Un apoyo suyo es deseable porque ordena a buena parte de la región y proyecta respaldo internacional. Pero Lula es pragmático: no comprometerá a Brasil sin garantías de que la candidatura fortalece la voz latinoamericana y no choca con intereses propios. Ese es el desafío diplomático inmediato de Chile: convencer a Itamaraty de que aquí hay una oportunidad de liderazgo compartido.
¿Por qué el Estado de Chile debería ponerse detrás? Primero, por interés nacional bien entendido. El cargo multiplica el soft power de Chile, abre acceso a foros globales y refuerza causas donde ya tenemos voz: clima, océanos, derechos humanos, etc. Segundo, por principios. Nunca una mujer ha encabezado la Secretaría General. Respaldar a Bachelet no es sólo identidad progresista; es también consistencia con lo que Chile predica en derechos y multilateralismo.
Tercero, por legado institucional. Estas candidaturas obligan a mostrar el profesionalismo de la Cancillería, a desplegar diplomacia de alto nivel y a dejar capacidad instalada, gane o no gane la candidata.
Hay riesgos reales...
El primero es el de desfase con la agenda doméstica: seguridad, crecimiento y servicios públicos compiten por oxígeno informativo; el Gobierno debe mostrar que esta apuesta no distrae, sino que potencia objetivos internos (inversión, cooperación, financiamiento climático). El segundo es el reloj político: la oposición acusa a La Moneda de comprometer a la próxima administración; la respuesta correcta no es eludirla, sino institucionalizar la postulación con transparencia de costos, hoja de ruta y criterio interpartidario.
El tercero es la gobernanza multilateral: sin un mapa de vetos y contravetos, sin padrinos claros (y discretos) entre los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad y sin un relato de "candidatura útil" para las agendas 2030/2035, la épica se desinfla rápido. Todo esto fue parte del debate público esta semana y conviene asumirlo de frente.
¿Y entonces? La decisión de Bachelet de competir, y del gobierno de impulsarla, tiene sentido país. Es audaz, sí; exige recursos y cintura, también. Pero abre una ventana rara para Chile: capitalizar prestigio individual para escalar influencia estatal. El apoyo de Brasil -y de Lula en particular- no sería un adorno sino un multiplicador; y se obtiene con diplomacia silenciosa, ofreciendo a Brasil y a la región una narrativa de ganancia compartida.
¿Condición básica? Convertir la postulación en política de Estado desde ya: hoja de ruta pública; comité amplio con excancilleres y exrepresentantes ante la ONU; estrategia técnica para el Consejo de Seguridad; y disciplina comunicacional (menos eslóganes, más ingeniería diplomática). Si Chile hace esa tarea, la candidatura de Bachelet no será sólo un deseo bien intencionado, sino una apuesta seria en el tablero más difícil del mundo. Y, gane o no, Chile habrá jugado el partido correcto, del modo correcto.
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