Hay políticas públicas que acostumbran a concitar más consenso que otras, por la proyección de las decisiones que encierran y los compromisos que irrogan al Estado. Entre ellas, y desde antiguo, la política exterior es un ámbito confiado por distintas Constituciones al Presidente de la República, de quién se espera que en su ejercicio exprese los valores, las identidades y los intereses compartidos por el grueso de la nación.
Multilateralismo, defensa de los derechos humanos y medio ambiente, apego al derecho internacional, solución pacífica de las controversias, y la muy importante globalización económica y comercial de la economía chilena, han sido enunciados permanentes en la acción internacional del Estado, y sobre ellos y otros se edificaron en las últimas décadas los ejes internacionales del país.
La crisis de 2019, no obstante, supone un punto de inflexión que también compromete una reflexión sobre la política exterior, en tanto la exhorta a evaluar su rumbo, las prioridades y estrategias de su ejercicio. Todo indica que su esfuerzo en adelante será congregar nuevos consensos, varios de ellos en gestación. Sin ir muy lejos, recoger el empoderamiento de los gobiernos regionales y locales, cada día más conscientes (e impacientes) del papel internacional de sus territorios y recursos.
Conjugar una relación armoniosa entre la política exterior y gobiernos regionales y locales, por ejemplo, en el campo del ordenamiento territorial que comprometan a cuencas hidrográficas compartidas, constituye una tarea de futuro que, si no se sincera en términos legales, alberga un potencial de conflictividad especialmente en las regiones del sur y el extremo norte.
Lo mismo ocurre con las estrategias del litio e hidrógeno en marcha, sujetas a visiones que no logran aún sintonizar con los cambios sociales que reclaman la inadvertencia y desatención de los intereses de las comunidades originarias y locales. Es lo que ocurrió semanas atrás con las protestas de las comunidades atacameñas ante la nueva estrategia del litio que presentó el gobierno, y lo que probablemente podría ocurrir en el caso del hidrógeno verde en el sur, o el fraccionamiento sin una matriz consensuada con las regiones de las políticas ambientales y marítimas.
Combinar estos (mega)desafíos con una lectura actualizada del momento internacional, entender la posición de Chile ante la irrupción de nuevos polos de interés geopolítico, valorar el territorio, sincronizarla con un Estado sin compromisos ideológicos, y orientarla hacia prospectivas de futuro, son parte de las tareas futuras de la política exterior chilena, en orden a encontrar un nuevo equilibrio que evite el nivel de críticas alcanzado.
Un ejemplo de lo anterior es el debate sobre el Territorio Antártico Chileno en la nueva Constitución, que exhibe una cadena de debilidades con vacíos que urge resolver. El abandono que acusa el extremo austral de Chile -el mismo que se observa en el altiplano-, debilita la posición internacional del país y exponen los problemas de nuestra política exterior de orientar con miradas estratégicas a las demás políticas públicas.
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