Tras la muerte del papa Francisco, el mundo ha sido testigo, a través de diversos medios informativos, del cónclave: el proceso que sigue al fallecimiento del Santo Padre. Este ritual milenario se materializa en la reunión de cardenales menores de 80 años, su aislamiento en la Casa de Santa Marta, las votaciones secretas en la Capilla Sixtina y la necesidad de alcanzar una mayoría de dos tercios para elegir al nuevo pontífice, todo acompañado por las tradicionales fumatas.
Este proceso, arraigado en siglos de historia, garantiza la continuidad del liderazgo de la Iglesia Católica y la unidad de los fieles en todo el mundo. Sin embargo, en pleno siglo XXI, resulta difícil justificar la ausencia de mujeres religiosas en el cónclave. La tradición establece que solo los cardenales pueden participar en la votación, y el Colegio Cardenalicio sigue compuesto exclusivamente por hombres.
En los primeros siglos del cristianismo, las mujeres desempeñaban roles clave como diaconisas y colaboradoras en la expansión del evangelio. Sin embargo, con el paso del tiempo, su influencia en esta iglesia quedó relegada al ámbito de la evangelización, la educación, la asistencia médica y el apoyo espiritual y doméstico a los más necesitados. El acceso a posiciones de liderazgo se volvió limitado, como si su voz en el poder eclesiástico no tuviera lugar.
Así, la restricción de su participación en ministerios ordenados consolidó una estructura eclesiástica predominantemente masculina. La tristeza de este cónclave no es un anhelo por tiempos pasados, sino la melancolía de un cambio que avanza con extrema lentitud, en una institución que, aunque evoluciona, sigue atrapada en la sombra de su propia historia.
El papa Francisco impulsó reformas para integrar a las mujeres en el poder eclesial. La inclusión de Sor Raffaella Petrini es un paso significativo, pero insuficiente. A pesar del avance, las religiosas representan apenas el 23,4% de la plantilla vaticana y el 26% de la curia. Son cifras que reflejan un cambio, sí, pero no una revolución. Aunque el porcentaje de mujeres en puestos de liderazgo ha crecido, sigue siendo minoritario. Aunque las reformas continúan, el sacerdocio femenino permanece prohibido, las esperanzas de las diaconisas se disuelven y la presencia femenina en el Vaticano sigue siendo una rareza incómoda en una estructura eclesiástica que aún se resiste.
La tristeza del cónclave radica en la invisibilidad de las mujeres religiosas en este acto de trascendencia mundial y en la tibieza del avance. No puede haber verdadera transformación si persisten barreras infranqueables. ¿Qué significa otorgar poder si los límites siguen impuestos por una doctrina que, durante siglos, ha excluido a las mujeres? ¿Dónde está la inclusión y el liderazgo femenino espiritual en el alma del Vaticano?
La estructura patriarcal del Vaticano, que ha gobernado con autoridad indiscutida durante siglos, se resiste al cambio. La apertura es incómoda y avanza con cautela, como si la transformación fuera un riesgo en lugar de una evolución necesaria. ¿Cuánto podrá renovarse una institución cuyas raíces están ancladas en la exclusión?
Por ello, la tristeza del cónclave no es solo nostalgia por lo que fue, sino desilusión por lo que pudo ser y aún no es. Pero más grave aún, es el mensaje que transmite: la exclusión sigue moldeando las estructuras de poder en pleno siglo XXI, perpetuando una desigualdad que contradice los principios de equidad y justicia para esta y otras religiones.
En consecuencia, el verdadero cambio no puede limitarse a pequeños ajustes o concesiones simbólicas. Si la Iglesia Católica aspira a ser un faro de valores, debe enfrentar con valentía su propia historia y abrir paso a una renovación que no solo incluya, sino que reconozca la dignidad y el liderazgo espiritual de todas las personas, sin distinción de género.
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