Como indica el título de este escrito es el deseo de muchas personas, hombres y mujeres de todas las edades. Hay un sentimiento en el alma y en el corazón de tantos (as) que rechaza el tráfago, las correrías incesantes de los días previos a esta celebración. Ello va ocultando cada vez más el sentido más profundo de la Navidad, quedando fuera lo que significa verdaderamente; no sólo como algo sucedido, sino que lo que se realiza y opera en la profundidad del corazón, en las emociones, en la Fe y en la adhesión al Cristo Salvador que desde las alturas el Dios infinito y misericordioso nos envía a su hijo hecho carne, para levantarnos del fango, para vencer el pecado, hacer de esta tierra una gran mesa en donde todos comamos juntos y a nosotros frágiles, soberbios y altaneros capaces de humanidad, silencio y humildad.
Aquello nada tiene que ver con lo que hemos convertido a la Navidad: un tiempo de locura, de gastos extravagantes, deudas bancarias, de obsesión y de un sinsentido desgarrador y agresivo. La cena familiar, la gran noche del establo, luz y esperanza para muchos es un momento de agobio, de cansancio, de ruidos molestos, de fatiga, desanimo, rutina y desesperanza.
Que lejos aparecen los días en que San Francisco de Asís contempla el pesebre y absorto, poco a poco entra en el misterio maravilloso del Dios con nosotros, Dios para mí, para esa pobre humanidad necesitada, sometida a los delirios, al orgullo, a la vanagloriay vanidad.
En esa contemplación silenciosa y admirada comienzan a sosegarse las luciérnagas de este mundo, los egos, las invenciones de la felicidad, lo que nos oprime y disminuye haciendo surgir lo que pacifica, reconcilia, acoge, perdona, abraza.
Una muy buena forma de recuperar el verdadero sentido de la Navidad podría ser que durante la cena en familia se pudiera considerar el sentimiento o actitud que como grupo familiar decidan regalar, desde ese día hasta la siguiente Navidad, a las personas que durante el año regularmente frecuentan. Me imagino la cantidad de iniciativas que pueden ver la luz cuando todos los miembros del grupo familiar, desde el más pequeño hasta el mayor de la casa, se aglutinan para buscar una identidad propia que acuñarán y obsequiarán a los demás.
Estoy cierto que este valor o actitud nacida del alma y del corazón sensible y amoroso va a generar enorme felicidad cuando, cada uno en forma individual y a la vez como un todo experimenten el ir haciendo una tierra más a la medida del porte, anchura, altura , profundidad y largura del Cristo que nos espera y llama.
Estos pueden ser los regalos que hagan a las generaciones futuras capaces de corregir y ennoblecer lo humano, prefiriendo el diálogo respetuoso, la bondad ante todo, la misericordia en lugar del ojo por ojo, la verdad a la mentira, la razón y reflexión ante al goce y disfrute sin límites, capacidad para escoger el bien en lugar del mal, dar y compartir en lugar del consumismo y marketing desenfrenado.
Volver al sentido auténtico de la Navidad no es cuestión de decidir voluntariosamente o como quien accionara simplemente un interruptor a complacencia, no, ello no lograría su objetivo.
Se trata de un compromiso nacido en lo más íntimo del grupo familiar, crear una cadena de amor en donde las actitudes y los valores de siempre, aquellos que se han de realizar una y otra vez, dolorosamente a veces, puedan ir extendiéndose para impregnar todo los rincones de la vida.
Algo así como una melodía lejana primero, cada vez más cerca después, más real, más significativa, sublime, envolvente, hasta hacerla mía finalmente.
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