Junto a mi compañero intentamos durante muchos años tener un bebé. Lo deseamos de manera intensa y con todo el amor. Cuando por fin logramos un embarazo a través de inseminación asistida, fue la mayor alegría que sentimos en mucho tiempo. Todo se desarrolló con aparente normalidad, día tras día acumulamos ilusiones, proyectos junto a nuestro futuro hijo/a que empezaba a ser parte de nuestra vida de un modo real.
Cuando asistimos a la ecografía de las 12 semanas identificaron que el bebé tenía una malformación totalmente incompatible con la vida. Era un feto acráneo, lo que quiere decir que no desarrolló la parte posterior de su cabeza, y por tanto la incipiente masa cerebral nunca se desarrollaría.
Inmediatamente me explicaron que el bebé seguía creciendo por estar conectado a mi cuerpo, pero que ninguna función cerebral o sensorial era posible por la anencefalia que se deriva del hecho de no poseer cráneo.
Inmediatamente pensé que no podía seguir adelante con un embarazo así. Sentí una gran pena, pero también sabía que no podía seguir adelante para dar a luz con la certeza de que eso significaba su muerte. Más cuando la relación entre él y yo sólo sería una ilusión, al no poseer capacidad sensitiva.
Consultamos varios médicos en 3 días. Todos confirmaban el diagnóstico y sus comentarios sólo aumentaban nuestra sensación de impotencia: “es probable que tu embarazo llegue a término, pero no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir” ...“si estuviera legislado, este tipo de embarazos deberían poder interrumpirse” …“lo siento, es legítimo que quieras abortar, pero no puedo ayudarte”.
Esta fue la respuesta que recibí de varios médicos, pasaron los días y las opciones se vieron reducidas a cero. Nadie podía ayudarnos, me sentía atrapada, víctima de la barbarie y la inhumanidad. No se trata sólo de la falta de opciones, terrible de por sí, sino de cómo esto conduce a alternativas riesgosas e insalubres. Yo quería ser madre, mi compañero quería ser padre, pero este pequeño cuerpo que estaba conectado a mí no iba a ser mi hijo, nuestro hijo. Pensé que abortar era la única forma de sanar lo más rápido posible, no quería ver mi vientre creciendo y saber que no podría ser madre. Quería vivir mi duelo y recomponerme física y psicológicamente para ser una madre sana.
Por internet encontramos los datos del único lugar en Latinoamérica que permite la interrupción legal del embarazo a extranjeras sin residencia, Cuba. Nos acogieron humanamente, con todas las atenciones médicas, explicando en detalle el procedimiento a realizar, reconociendo cuán doloroso era para nosotros. Viajamos solos, allá nos acompañaron con su mano atenta y solidaria. Buscamos opciones y finalmente pudimos costear el programa médico cubano, que aunque es menos caro de lo que pensábamos, sigue siendo inalcanzable para muchas mujeres y parejas que viven procesos similares.
Me pregunté tantas veces, ¿Por qué el Estado chileno obliga a las mujeres a vivir sin opción en estos casos que son realmente límite, en lugar de empatizar, acoger y apoyarnos para tomar las mejores decisiones de acuerdo a nuestras visiones de la vida y de lo que significa para cada una ser madres? Ninguna legislación debiera juzgar a las mujeres que optan por llevar su embarazo a término en condiciones como estas, yo no lo hago. Asimismo, ninguna legislación debiera penalizar a las mujeres que tenemos opciones distintas.
Afirmo que tengo el mismo derecho a ejercer mi opción y que la sociedad tiene el deber de respetarla. Yo pude hacerlo, con todas las atenciones médicas necesarias, con el cariño y apoyo de mi pareja, familia y amigos. Pero no todas las mujeres chilenas vivimos la misma realidad. La escandalosa desigualdad social, que sigue siendo determinante en nuestro país, y que coarta derechos se manifiesta con particular crudeza en estas situaciones.
Debemos humanizar estas discusiones, poniendo de relieve el impacto real que tiene para la vida de la mujer que vive un embarazo inviable, su estabilidad física, emocional, social, económica, valórica. Por eso, en pleno conocimiento de lo que significa, abogo para que sea un derecho de todas.
Gracias a la posibilidad que tuve de optar, soy la feliz madre de Aynara Matilde, pronta a cumplir dos años de edad. Chile debe cambiar para que cuando ella crezca, también pueda ejercer libremente su derecho a decidir, sin culpas, sin temores, de acuerdo con su visión de la vida. Su felicidad, la mía y la de muchas mujeres, también se juega en ello.
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