El sector hospitalario público presenta en la actualidad situaciones que son bajo el estándar en cuanto a infraestructura para la prestación de servicios. Estimaciones de requerimientos de inversión realizadas hace años atrás por la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile y por la Universidad Andrés Bello, en forma independiente, fluctuaban entre 2.000 y 4.000 millones de dólares de inversión "instantánea"(1) para poner al día el sistema prestador desde el punto de vista de su capacidad instalada. Sospecho que a la fecha tales cifras han de ser mayores, porque las necesidades nos llevan siempre la delantera, como explicaremos a continuación.
Cabe reconocer que los últimos gobiernos de Bachelet y Piñera han estado haciendo un esfuerzo especial en materia de inversiones en los hospitales, que son organismos intensivos en uso de capital, recurriendo no sólo al aporte fiscal directo, sino también al uso de las concesiones, pero la institucionalidad pública que existe para el efecto flaquea frente a este desafío país.
De hecho, desde la etapa de idea de un proyecto, que por lo general responde a una necesidad más o menos clara, hasta su materialización y puesta en operación suelen transcurrir tiempos excesivamente prolongados. El caso de la reposición del Hospital del Salvador es patognomónico, un gran ejemplo. Ocurre que, así las cosas, cuando un nuevo hospital o uno normalizado se pone al servicio de la comunidad todo ha cambiado y la respuesta ya no se adapta bien a nuevas necesidades que se desprenden de cambios de los perfiles demográfico y epidemiológico que no fue posible predecir. Este es el resultado del ciclo de la inversión pública en el mundo hospitalario, con sus extenuantes requisitos y, por qué no decirlo, con la concurrencia de los interesados.
En paralelo a lo anterior, es necesario realizar un gasto apropiado y suficiente en mantenimiento de edificios y en mantenimiento y reposición de equipos, todos activos que constituyen el capital del sector. El presupuesto de mantenimiento, como es sabido, compite dentro del Subtítulo 22 con el gasto en insumos clínicos y medicamentos y con la compra de servicios varios para el buen funcionamiento de cada hospital, lo que suele traer como resultado un mantenimiento sub-óptimo.
En efecto, el mantenimiento es "hermano menor" frente a los requerimientos de gastos asociados al quehacer clínico y responde en lo principal a las emergencias. Es decir, cuando los problemas "estallan". He aquí el conocido caso del incendio reciente en el Hospital San Borja Arriarán.
Pero en materia de reposición de equipos la situación es más grave aún, pues este capital se deteriora año tras año por recursos insuficientes para su reposición. Corregir la situación supondría otorgar mucho más espacio para el uso del subtítulo 29 del Clasificador Presupuestario propio de cada hospital, para poder realizar las inversiones de reposición y de actualización del capital depreciado año tras año, que permita la continuidad de la provisión servicios.
El objetivo habría de ser siempre un "uptime" de los equipos que asegure que no existan pérdidas en la continuidad por este factor, lo que suele ocurrir frecuentemente cuando se está "en la cola" de la denominada circular 33, medio en uso para conseguir recursos de la Subsecretaría de Redes Asistenciales que son -por lo general- muy escasos en función de las necesidades y que responden a prioridades diferentes a las propias de los hospitales. Para lo anterior, por cierto se haría necesario establecer un puñado de reglas que aseguren el buen uso de los recursos que se asignen a ese propósito, en particular la elegibilidad de sus destinos. El administrador hospitalario debería disponer en su presupuesto de recursos equivalentes a la depreciación anual de sus equipos, para poder reponerlos. De lo contrario el hospital se descapitaliza año tras año y así se destruye valor.
Por cierto, si se trata de expansión de servicios o de una diversificación de la cartera de prestaciones, asuntos en que nuestros gestores clínicos y médicos están siempre interesados, estos destinos no serían elegibles en esta solución por tratarse de inversión nueva. La expansión de servicios o inversión nueva debería ser siempre objeto de una reflexión a nivel de cada Servicio de Salud, con perspectiva de red y en sintonía con las modificaciones del perfil epidemiológico que ya se hayan verificado y otras que sea posible proyectar. Pero no así la reposición de equipos que ya han cumplido su vida útil y cuyo reemplazo oportuno asegura la continuidad de los servicios que se otorgan a la población usuaria de acuerdo a la cartera de servicios vigente.
Nos quedamos con la idea de que estas maneras de enfrentar el tema de la inversión en hospitales han sido diseñadas para otros sectores de la economía pública y no para quienes efectivamente necesitan invertir para producir, como es el caso de los hospitales.
Lo anterior, que es una reflexión de sentido común, podría resultar ridícula y obvia para cualquier organización prestadora de servicios de salud que se precie de tal y que aprecie el valor de sus activos y de la salud de sus clientes. Pero lamentablemente la realidad es otra, pues en los hospitales públicos esta decisión no está en manos de quienes administran la prestación de servicios, sino en manos de una inteligencia lejana, fenómeno que es expresión de una forma obsoleta de administrar los recursos públicos para inversión, materia en que el Estado incursiona sin la suficiente conciencia de lo que tiene entre manos. Y el resultado puede ser dañino para la salud.
(1) El concepto refiere a un cálculo que representa una brecha en un momento dado, que crecerá en el tiempo en la medida que tome tiempo materializar las inversiones, tiempo que en el caso de la inversión pública puede ser significativo. De hecho, la cifra actualizada de necesidades de inversión será el resultado de nuevas demandas, menos las que fueron apropiadamente satisfechas en el período
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