Vuelvo a escuchar la monserga reduccionista, despolitizada, mecanicista y acrítica del desarrollo cerebral de los seres humanos como explicación causal terminal de todo cuanto les acontece. A modo de remate y como argumento final e irrefutable el expositor de turno añade, “esto está avalado por las neurociencias”. No hay mejor mentira que una verdad incompleta y los hallazgos de las neurociencias son eso, verdades fragmentarias, parciales, tentativas, escasamente generalizables como explicación total de lo humano, sin embargo operan muy bien y calzan a la perfección con la imperiosa necesidad de dar respuestas simples, revestidas de objetividad, a problemas complejos.
De este modo se elaboran respuestas a la medida del deseo latente de la audiencia, que precisa de explicaciones extraordinariamente simplificadas que pongan analgesia frente a la angustia en tiempos de incertidumbre y vértigo, porque la explicación biologicista y cerebral reduce al mínimo las variables sociales, culturales, políticas, psicológicas, históricas, biográficas y vinculares, entregando el peso de cualquier proceso humano a la natural evolución y desarrollo del cerebro, el que como palta de supermercado madurará con el solo paso del tiempo, en un contexto de condiciones externas controladas. Cualquier caso que escape a la norma ha de ser entonces patologizado e idealmente corregido. Sin embargo el cerebro no es la mente, así como el piano no es la música.
Durante los últimos años se ha ido instalando en el imaginario social que las neurociencias y la genética serán, por sí solas, las encargadas de resolver todo aquello que las disciplinas científicas herederas de la modernidad no lograron responder.
Las ciencias sociales y las humanidades van quedando entonces eclipsadas por el fulgor de esta nueva promesa dorada de la ciencia, realizando muchas veces traducciones simplificadas siempre en tono categórico y rimbombante. De este modo, resultados lógicamente irrelevantes son cubiertos por una especie de manto sagrado de credibilidad científica autoritaria e incuestionable.
Estos discursos instituidos como verdades no son ingenuos y ensamblan a la perfección con intereses económicos y políticos constituyendo un paradigma biologicista funcional al neoliberalismo, así como lo es su contrapartida de la felicidad obligatoria basada en el pensamiento positivo, dos veredas contrapuestas de un mismo callejón. Son, de igual manera, mecanismos disciplinarios que dan cuenta de una ontología, una concepción de ser humano descontextualizada de su marco social y su deriva histórica. En ambas la meta es adaptarse, funcionar.
El proyecto societal neoliberal aspira a una sociedad de individuos seriados uniformes y funcionales, en la cual la variabilidad y la diferencia se reduzca a su mínima expresión. En este modelo normalizador un niño distinto, por ejemplo, es una amenaza al sistema.
Chile es uno de los países del mundo con mayor sobrediagnóstico de Síndrome de Déficit Atencional con Hiperactividad y una escandalosa y aberrante psiquiatrización de la infancia, donde la (sobre)medicación de niños y niñas, buscando corregir la desviación, ejerce una violencia sistemática absolutamente naturalizada.
El neoliberalismo, como régimen de colonización de la subjetividad, necesita de estas explicaciones macanicistas, simplificadas y deterministas, excluyendo cualquier espacio en el que pueda emerger la crítica o el malestar, fomentando la construcción psicopolítica de un sujeto social dócil, productivo, ideológicamente formateado para la autoexplotación y completamente normalizado. En ese contexto las ciencias o disciplinas psi, entregadas al mandato hegemónico, cumplen una labor fundamental en los procesos de reproducción, control y ajuste, en particular en dos ámbitos, el escolar y aquel vinculado al mundo laboral.
La idea del desajuste a la norma por parte del sujeto entonces tiene explicación y respuesta dentro del modelo mecanicista neurobiológico, para lo cual existe una intensa oferta de psicofármacos o dispositivos terapéuticos que, con imprescindible evidencia empírica, habrán de dar solución al mal funcionamiento de la máquina, narcotizando la diferencia, la angustia, la tristeza y entrenando a las personas a renunciar a su unicidad, con sofisticados sistemas de premio y castigo.
En el contexto escolar en lugar de pensar en personas o comunidades, empezamos a hablar de cerebros más o menos maduros, de capacidades mentales, de anomalías, trastornos, desadaptación y desajustes.
En el contexto laboral se empleará subrepticiamente el lenguaje de la subjetividad y la emoción como aspecto central para el control social, a saber, felicidad laboral, bienestar organizacional y todo el arsenal de técnicas y artilugios de adoctrinamiento que ofrece la psicología positiva y que solo reconocen la subjetividad para objetivarla al propósito productivo, jibarizándola hasta convertirla en sucedáneo.
Cabe señalar que resulta interesante observar los avances y descubrimientos que las neurociencias pudiesen aportar, sin embargo su sobre generalización simplista y meramente instrumental posibilita la emergencia de significaciones de lo humano simplemente monstruosas, sobre todo cuando ellas han de intentar explicar la complejidad del fenómeno humano en su totalidad, prescindiendo de la subjetividad, ese maravilloso intangible humano con potencial de libertad.
Es la subjetividad la que nos permite la emancipadora reautoría sobre nuestras propias vidas y la resignificación de nuestros entornos y nuestra historia, porque como dice Eduardo Galeano, “somos aquello que hacemos para cambiar lo que somos”.
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