Tener evidencia no basta: el desafío de comunicar salud pública

En una columna anterior planteé un diagnóstico que me parece ineludible: la agenda mediática en Chile dedica una atención desproporcionada a los delitos violentos, mientras que los temas de salud pública -más letales, más frecuentes y muchas veces más prevenibles- casi no tienen espacio. Esa falta de visibilidad condiciona la percepción del riesgo, el debate público y las prioridades colectivas.

Pero también vale la pena mirar hacia adentro. Quienes trabajamos en salud pública no siempre hemos facilitado que nuestros temas entren en la agenda, y ese es un desafío pendiente que debemos asumir con realismo y sin dramatismos. Sabemos que la prevención es silenciosa y que los avances sanitarios se construyen paso a paso, sin la velocidad que exigen las breaking news. Aun así, producimos cada año evidencia relevante: estudios sobre obesidad, contaminación, salud mental, suicidio, inequidades territoriales, envejecimiento, cáncer o tabaquismo. Sin embargo, buena parte de ese conocimiento permanece en circuitos técnicos, lejos de las conversaciones cotidianas.

Una parte de esta dificultad tiene raíces culturales. Como comunidad sanitaria y académica, solemos sentirnos más cómodos en el seminario que en la radio; más seguros en el artículo científico que en un video breve; más tranquilos con el lenguaje técnico que con el lenguaje cotidiano. Esto no es un defecto individual ni una queja gremial: es un rasgo estructural de nuestro sistema de formación y evaluación, que ha priorizado la producción científica pero no la difusión pública del conocimiento. El resultado no es neutro: deja vacíos comunicacionales que otras voces ocupan con rapidez. Y cuando la salud pública no logra entrar en la conversación, perdemos oportunidades de prevenir, orientar y cuidar.

A esa herencia profesional se suma otra conceptual: durante años confiamos en la educación sanitaria como principal estrategia de cambio de conducta, suponiendo que explicar un riesgo bastaba para modificar comportamientos. Hoy sabemos que no es así. En un ecosistema saturado de información, las decisiones de salud se mueven también por emociones, hábitos, relaciones sociales y contextos culturales. Las campañas informativas tradicionales simplemente no compiten por atención.

Por eso, además de ocupar más espacio en los medios -una necesidad legítima y urgente-, debemos avanzar hacia una comunicación más estratégica. No para reemplazar la evidencia, sino para traducirla. No para simplificarla en exceso, sino para hacerla comprensible y pertinente. Un buen ejemplo chileno lo muestra con claridad: el sistema de sellos de advertencia. Frente a un etiquetado nutricional difícil de interpretar, los sellos lograron algo esencial: transformar evidencia compleja en un mensaje directo, visual y accionable. Esa claridad comunicacional no debilitó la política; la fortaleció.

En ese camino, podemos apoyarnos en enfoques ya conocidos: explicar mejor los riesgos, usar mensajes que conecten con la vida cotidiana y diseñar narrativas que hagan sentido para distintos públicos. No se trata de llenar la discusión de tecnicismos, sino de usar el conocimiento para comunicar de manera más efectiva. Las campañas más exitosas en tabaco, vacunación o seguridad vial combinan rigor científico con mensajes claros, emocionalmente resonantes y culturalmente relevantes.

La comunicación estratégica tampoco se limita a hablarle a la ciudadanía. Incluye mejorar cómo dialogamos con los tomadores de decisiones. Muchos determinantes de la salud dependen de presupuestos, regulaciones, infraestructura o planificación urbana. Si no logramos que la perspectiva sanitaria esté presente en esos espacios, seguiremos reaccionando más de lo que prevenimos.

¿Qué podemos hacer entonces? Para avanzar, necesitamos un cambio de actitud: perder el miedo a simplificar sin banalizar, salir de la academia para conectar con la población y asumir que comunicar es parte del trabajo sanitario. Sobre esa base, podemos fortalecer equipos de traducción del conocimiento, formar vocerías técnicas, elaborar reportes breves y periódicos para medios regionales y comunitarios, y formarnos mejor en comunicación pública. También debemos cultivar un lenguaje común con otros sectores, incorporando la salud en discusiones sobre presupuestos, regulaciones, urbanismo o cambio climático. No para competir con la agenda policial, sino para ofrecer argumentos que importan para el bienestar de la población.

Esta reflexión no cambia el diagnóstico central: los temas de salud pública siguen teniendo poco espacio en los medios, y eso merece discusión. Pero sí recuerda que, además de pedir ese espacio, podemos contribuir a construirlo. La salud pública tiene mucho que decir. El desafío es aprender a decirlo de un modo que permita ser escuchado.

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