Cuando los pactos se vacían: entre la palabra y la acción

En tiempos de turbulencia, los pactos sociales no solo son importantes: son indispensables. Constituyen el tejido invisible que permite sostener la vida colectiva, incluso en escenarios de alta incertidumbre. Pero, ¿qué ocurre cuando esos pactos dejan de ser creíbles? ¿Qué pasa cuando las reglas, los compromisos y los acuerdos -globales y locales- se transforman en relatos vacíos, desvinculados de las acciones que deberían sostenerlos?

El genocidio en Gaza expone, con una crudeza estremecedora, la fragilidad de los compromisos internacionales en materia de derechos humanos. Normas construidas como respuesta a los horrores del siglo XX son hoy ignoradas con cinismo, ante la parálisis de instituciones multilaterales debilitadas y una audiencia global saturada de impotencia. La desobediencia a las reglas no es solo una transgresión moral: es un síntoma del agotamiento de la promesa moderna de orden, justicia y civilidad, reemplazada por la prehistórica ley del más fuerte.

Pero esta crisis no se agota en el plano geopolítico; la imposición de la fuerza se complementa con la erosión de la racionalidad. Presenciamos una transformación más profunda y difusa: la pérdida de nuestras capacidades para distinguir lo verdadero de lo fabricado. En un entorno saturado de información, atravesado por algoritmos, fake news y discursos creados para desorientar, la confianza epistémica -aquella que permite creer, deliberar, actuar- se diluye. No sabemos si lo que vemos es real o un artefacto diseñado para manipular. Y sin esa certeza mínima, sin esa confianza basal en la palabra y en el otro, se hace imposible actuar colectivamente.

La incertidumbre informacional alimenta el escepticismo, profundiza las divisiones, favorece la manipulación y paraliza nuestras posibilidades de respuesta común. Este fenómeno no es trivial: las sociedades actuales son más interdependientes y complejas que nunca. Seguridad, servicios básicos, alimentación, salud... nada es accesible sin complejos sistemas de cooperación. Y aunque la tecnología ha ampliado nuestras capacidades individuales, nuestra supervivencia depende profundamente del colectivo. Lo más peligroso es que, sin confianza, el lazo que hace posible lo común se rompe.

Esta fractura también se manifiesta en lo local. Las vacías promesas de gobiernos, las acusaciones cruzadas en las campañas políticas, los escándalos de corrupción y la cada vez más frecuente costumbre de sostener mentiras en el discurso público son solo muestras de aquello. La señal es clara: los acuerdos pueden ser enunciados sin intención de cumplimiento; las afirmaciones pueden no tener sustento, pero funcionan mientras se sostienen.

En este escenario, las universidades han sido blanco preferente de campañas de desprestigio y debilitación institucional. En Estados Unidos se busca quebrar su autonomía. En Chile, se las acusa de estar "politizadas", como forma de deslegitimar su participación en el debate social. Incluso sus procesos deliberativos internos -como los recientemente vividos en la Universidad de Chile- son caricaturizados y convertidos en espectáculo. Pero debilitar estos espacios no solo afecta a las universidades. Afecta a la democracia, porque reduce los pocos lugares donde aún es posible pensar en alternativas posibles, cuestionar las estructuras que se dan por necesarias y desarrollar esfuerzos colectivos que nos permitan navegar en la incertidumbre.

No se trata solo de una falla técnica o presupuestaria. Es la expresión de una crisis más amplia: la erosión del pacto social. Escuchamos discursos bien intencionados, participamos en mesas técnicas, firmamos convenios... pero sabemos -con creciente certeza- que las decisiones se toman en otros espacios, con otras lógicas. Esta disonancia entre el decir y el hacer no solo erosiona la legitimidad de los proyectos colectivos: erosiona la posibilidad misma de construir un futuro común.

Desde las ciencias sociales sabemos que los órdenes sociales colapsan por la pérdida de confianza. Sin confianza en la palabra, en las instituciones, en la coherencia entre principios y acciones, lo colectivo se vuelve inviable. Y con ello, todo proyecto democrático se transforma en una cáscara vacía.

Esto es especialmente grave ante los desafíos del siglo XXI, que exigen colaboración a múltiples escalas. La acción climática, la transformación productiva, los cambios demográficos o la gobernanza digital requieren acuerdos sostenibles, instituciones confiables y una ciudadanía capaz de actuar en común. Sin ese mínimo de coherencia, no hay política posible. Solo administración del colapso.

Defender los compromisos -internacionales, nacionales e institucionales- no es un gesto nostálgico ni idealista. Es una necesidad civilizatoria. Porque cuando dejamos de creer en los pactos, lo que colapsa no es solo el presente. Es la posibilidad misma de tener un futuro. Reconstituir la confianza no será fácil. Pero mientras no enfrentemos con honestidad esta erosión, seguiremos atrapados entre la retórica y la inacción. Y es precisamente allí donde los futuros posibles se disuelven.

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