De Romand a Luis Hermosilla: La peligrosa adaptación del cerebro a la mentira

Hace algunos años me sumergí en las perturbadoras páginas de "El Adversario", la historia real de Jean-Claude Romand, un francés que engañó al mundo durante casi dos décadas pretendiendo ser un respetado médico e investigador de la OMS. Su mentira, una construcción tan frágil como devastadora, culminó en una tragedia que sacudió a todos quienes creyeron en él y que dejó al descubierto las oscuras profundidades de la mitomanía. Pero lo que más sorprende no es solo la magnitud de su engaño, sino la evidencia de que nuestra sociedad no solo tolera, sino que también cultiva y premia a quienes perfeccionan el arte de la mentira.

En nuestro país, el reciente escándalo de Luis Hermosilla parece rivalizar con el caso galo, pues no es sólo un caso de mentiras y corrupción; es una ventana a una cuestión profunda y controvertida: La intersección entre la neurociencia, la prueba judicial y el libre albedrío. En el centro de este debate se encuentra una pregunta fundamental: ¿Hasta qué punto nuestras decisiones están moldeadas por nuestras estructuras cerebrales y, en consecuencia, cómo deberían influir estos factores en el sistema judicial?

Desde la neurociencia, sabemos que el cerebro humano es un órgano sorprendentemente plástico. Las investigaciones han demostrado que el cerebro puede adaptarse a repetidas experiencias y comportamientos, lo que plantea importantes interrogantes sobre la responsabilidad penal. Un estudio clave publicado en Nature Neuroscience en 2016 mostró que la mentira crónica modifica la función cerebral, así la corteza prefrontal, que debería guiar nuestras decisiones hacia lo correcto, se ve subvertida; la amígdala, otra parte de nuestro cerebro que debería sentir la alarma, se adormece. Esta adaptación cerebral, por cierto, no exime de responsabilidad penal y lejos de ser una simple curiosidad científica, tiene implicaciones profundas para la forma en que entendemos la responsabilidad y el libre albedrío en contextos legales. Y es precisamente en este escenario que debemos preguntarnos: ¿Cómo podemos seguir confiando en un sistema legal, político y social en el que la mentira ha encontrado un sofá tan cómodo en nuestro cerebro?

¿Es el señor Luis Hermosilla un hombre que ha ejercido su libre albedrío de manera corrupta, o es un producto de una estructura cerebral adaptada para aceptar y perpetuar la mentira? Este tipo de interrogantes plantea un desafío para el sistema judicial, pues, ¿deberíamos considerar la plasticidad cerebral como un factor atenuante en la culpabilidad?

Por otro lado, el peso de la prueba a la hora de dictar sentencia en el contexto del caso Hermosilla es un terreno resbaladizo. El sistema judicial tradicionalmente se basa en la evidencia tangible y el testimonio para determinar la culpabilidad. Sin embargo, la neurociencia introduce una capa adicional de complejidad al cuestionar la autonomía completa del individuo. La capacidad de un cerebro adaptado a mentir, puede llevar a comportamientos automatizados que desafían las nociones convencionales de libre albedrío.

Entonces, ¿cómo se valora esta adaptación cerebral en términos de responsabilidad penal? El dilema del libre albedrío, tal como lo discutió Laurence Tancredi en "Hardwired Behavior: What Neuroscience Reveals about Morality", nos desafía a reconsiderar la relación entre nuestras decisiones conscientes y los factores biológicos subyacentes. Tancredi argumentó que nuestras decisiones, aunque a menudo vistas como manifestaciones del libre albedrío, pueden estar profundamente influenciadas por procesos cerebrales que operan fuera de nuestra conciencia. En el caso de Hermosilla, la evidencia neurocientífica sugiere que su capacidad para mentir de manera sistemática podría estar relacionada con una adaptación cerebral que hace que las mentiras parezcan menos moralmente perturbadoras. Esto plantea la cuestión: ¿debemos adaptar nuestro concepto de justicia para considerar estas influencias cerebrales?

En definitiva, tanto el caso de Luis Hermosilla en Chile, como el de Jean Claude Roman en Francia en su momento, nos sitúan delante de un dilema crucial que va más allá del mero escándalo. Nos desafía, y especialmente al sistema judicial, a repensar cómo el libre albedrío y la plasticidad cerebral interactúan en la determinación de la culpa y la responsabilidad del imputado.

Finalmente, la incorporación de la neurociencia en el análisis judicial podría ofrecer eventualmente, una visión más matizada buscando un equilibrio entre la comprensión de las adaptaciones cerebrales y su ponderación dentro del principio de responsabilidad penal.

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