Aunque la abolición de la esclavitud quedó consagrada en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, su erradicación real sigue pendiente. Como indica la historiadora Benedetta Rossi, la esclavitud ha acompañado a la humanidad desde las primeras civilizaciones, y hoy adopta formas que privan a las personas de libertades esenciales: como pensar, expresarse y actuar. La filósofa Adela Cortina advierte que la xenofobia y el racismo perpetúan desigualdades estructurales, profundizando la distancia entre quienes ostentan poder y quienes quedan sometidos. La esclavitud del siglo XXI no solo implica control físico, sino también prácticas económicas y sociales que degradan la dignidad humana.
La globalización y la expansión del capitalismo han configurado un entorno donde la explotación se normaliza. Hambre, pobreza y desplazamientos forzados convierten a grupos vulnerables en medios productivos. Las nuevas esclavitudes alcanzan a trabajadores endeudados, migrantes sin protección, niños soldados y mujeres destinadas a matrimonios forzados. La figura del "amo" se expresa mediante redes clandestinas, mercados laborales precarizados o sistemas migratorios que transforman la necesidad en mercancía.
Las manifestaciones extremas de esta mercantilización incluyen la trata de personas, el tráfico de órganos y la explotación sexual. La Organización Internacional del Trabajo estima millones de víctimas de trabajo forzado y ganancias ilícitas de gran escala. Este fenómeno no se limita a países con instituciones frágiles: en países desarrollados, las visas temporales y los empleos informales crean servidumbres invisibles en sectores como la construcción o la limpieza. La lógica es clara: aprovechar la vulnerabilidad y extraer valor sin responsabilidad social.
En América Latina y el Caribe, el desempleo y la precariedad laboral empujan a aceptar condiciones indignas, mientras un modelo educativo centrado en la funcionalidad reduce la capacidad crítica. La esclavitud también se manifiesta en contextos legalizados: jornadas extendidas, conexión permanente y beneficios limitados que deterioran salud y bienestar. La meritocracia, presentada como ideal, acaba legitimando la desigualdad al responsabilizar al individuo por fracasar en un sistema adverso.
Este panorama invita a cuestionar el legado de las transformaciones sociales y los avances en derechos humanos: ¿qué queda de esas conquistas cuando millones permanecen en servidumbres modernas? Ortega y Gasset nos advirtió sobre el riesgo de la deshumanización, un fenómeno que se hace palpable en tiempos de crisis social y política. Entonces, la lucha contra las esclavitudes de este milenio no solo es un desafío ético, sino una exigencia política que nos convoca a actuar. Es imperativo que nos unamos en la defensa de la dignidad humana, reconociendo que la sustantiva libertad y la justicia social son derechos que deben ser protegidos y promovidos en todos los rincones del mundo.
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