El capitalismo utiliza ingeniosas formas para reencantarnos. Esta semana, recibiremos al profesor Tal Ben-Shahar, mundialmente conocido por dictar una de las cátedras más populares en la Universidad de Harvard. Su objeto de estudio, la felicidad. El ideal máximo del ser humano que hace tiempo es mercantilizado como promesa del consumo de bienes y servicios, hoy no necesita de aquella promesa implícita; la felicidad se ha transformado en un producto en sí mismo y comienzan a instruirnos sobre el.
¿Necesitamos que nos enseñen a ser felices? Puede ser, sobre todo si consideramos las voces de diversos gurúes mediáticos y de la academia que definen a la felicidad como la capacidad de saber gestionar nuestras emociones.
Una interesante tesis tomando en cuenta en particular el término “gestionar”. Difícilmente las disquisiciones filosóficas de los antiguos griegos u orientales consideraban este concepto al reflexionar sobre la felicidad, claro, el capitalismo no imperaba en la determinación de las personas en aquel entonces.
La proliferación de psicólogos laborales, coaches ontológicos o guías espirituales que repletan salones con sus métodos wellness, superventas en las librerías y dándonos un renovado impulso con sus charlas TED, no responde a una gentileza del mercado, sino a una artera estrategia negentrópica de éste para subsanar el desgaste que el propio capitalismo de consumo ha generado en los individuos.
En las palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose. En la novela ‘1984’ esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada, sin embargo, hoy no tenemos ni esa consciencia de dominación”.
Aquella dominación provocada por el consumo es un arma de doble filo para el capitalismo ya que, si bien le complace mantener individuos sometidos al sistema, dicha sujeción puede incidir negativamente en los niveles de productividad de las personas.
Las consecuencias anímicas de la hipermodernidad con sujetos endeudados y en permanente deseo de satisfacción, son un potencial riesgo de debilitamiento del modelo que necesita conservar las ganas de consumo sin que el costo personal que haya que pagar para su realización boicotee el compromiso de los individuos con el sistema.
La premisa es clara y utilitaria, es rentable invertir en felicidad. Porque, contar con colaboradores (hasta el término trabajador ha quedado obsoleto) que se sientan parte de la organización, reconocidos y retribuidos de modo justo y empático, constituye una ventaja competitiva.
Es mucho mejor mantener colaboradores felices para así incrementar sus niveles de producción, creatividad e innovación y fortalecer la fidelización de ellos con la empresa. Fidelidad… De repente surge un flashback de la relación vasallo - señor feudal.
Qué mejor entonces que reencantarnos a través de las emociones dándole significado a nuestro trabajo con relatores que nos guíen incluso más allá de lo laboral, revelándonos algunas técnicas para conseguir la anhelada felicidad en nuestras vidas.
Como emisarios del capitalismo, en el discurso de estos gurúes abunda la jerga empresarial. Ellos nos enseñan a “administrar nuestro tiempo”, “gestionar nuestras emociones”, “invertir en nuestra salud” o “diseñar estrategias para nuestra autorrealización”; el sistema ajusta el yugo haciéndose cargo cosméticamente de los males de la sociedad de hiperconsumo.
Si no tenemos tiempo para hacer lo que nos gusta, si nuestras emociones nos desbordan, si nuestro estado de salud no es el esperado o si en nuestro fuero interno no nos sentimos realizados, pues bien, ahí está el mercado con un faro luminoso de esperanza a través de sus conferencistas, libros de autoayuda o tutoriales de desarrollo profesional cuyas fórmulas resultarán siempre y cuándo incorporemos sus lógicas en nuestros modos de pensar y actuar: administrando, gestionando, invirtiendo y diseñando. Sólo así el éxito estaría garantizado.
Pero estos cariños del sistema también nos gustan. Si la felicidad se ha transformado en un producto siendo empaquetada, distribuida y vendida bajo diversos formatos es porque, como señala Rüdiger Safranski, preferimos la información a la experiencia.
Las reflexiones profundas y extensas sobre la felicidad como un proceso permanente a lo largo de nuestras vidas han desaparecido; necesitamos ser felices ahora ya, el tiempo apremia y tenemos tres actividades más que hacer durante la tarde. Es mejor ver un video TED o seguir una guía con pasos claros y listo, a seguir con el día. Somos también responsables de la aparición de estos gurúes porque nos facilitan un trabajo que a veces nos da pereza realizar.
Veremos si la receta de Tal Ben-Shahar será innovadora. Por lo pronto, ésta incluye varios ítems muy rescatables como hacer ejercicio, siempre desayunar, ser agradecidos, usar zapatos cómodos, pegar recuerdos felices por todas partes, sonreír, caminar derecho, arreglarse para sentirse bonito, decir lo que queremos y no dejar para mañana lo que podemos hacer hoy.
Pero, volvamos a la pregunta inicial ¿necesitamos que nos enseñen a ser felices? Creo que sí, pero no por las razones utilitarias que impulsan al capitalismo a crear estos gurúes, sino por nuestro bajo autoconocimiento, motivo para otra columna.
Es nuestra elección si decidimos centrarnos sólo en el mensaje o cuestionarnos también quién es el mensajero. Para algunos, bastará que el discurso nos motive a genuinos cambios en nuestras creencias limitantes y propósitos de vida; para otros, tan importante como eso será saber de dónde proviene el mensajero, qué ha permitido que se nos presente como guía, qué intereses representa.
En mi caso, prefiero a los mensajeros que no nos dan recetas. Como dice Richard Sennett, los maestros ofrecen lecciones. Lo grandes maestros, ofrecen dudas.
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