La delincuencia se desenvuelve en Chile con todo desparpajo, tal como veíamos antes en las series de Netflix. Como en la batalla de Epping-Forest, ésta se libra ni más ni menos que afuera de la puerta de tu casa. Ni se te ocurra asomarte, que arriesgas el pellejo. Te pueden hacer una encerrona para apoderarse de la docena de huevos que traes en tus manos. Como nunca antes, los delincuentes toman riesgos insospechados, armados hasta los dientes, nada parece importarles demasiado. Cara a cara y a gritos, simplemente te asaltan. ¡Un problema de salud pública!
Echo de menos a nuestro delincuente tradicional, pusilánime, huidizo, que arrancaba a todo chorro después de haberse apoderado de una gargantilla, tras un tirón o de tu celular mientras hablabas distraído parado en una esquina. O del dinero que llevabas en tu bolsillo del pantalón en medio de un mar de challas lanzadas al aire en pleno paseo Huérfanos. Ese que esperaba que no hubiera nadie en casa antes de entrar a robar, para no asustar a los niños. El que te robaba el auto mientras dormías. El delincuente chileno, entrando y saliendo de la cárcel a través de la puerta giratoria, con cara de pillo y mirada de tramposo y seductor. Ese que no quería pelearse con nadie. Ni siquiera con el juez. Un encantador mago del crimen que en sus ratos libres se arrimaba al Haití en busca de un "cafecito". En el fondo, buen a gente, como lo fue el propio Caryl Chessman.
Pero como diría un humorista cargado sobre su muletilla, todo ha cambiado. Es el estilo renovado del narcotráfico, inaugurado por el Patrón del Mal hace ya muchos años, pero tardío en su arribo a nuestra patria. Importaciones. Ahora está aquí, duro como pata cruda, como venido del otro mundo. Sus representantes llenos de tatuajes y con peinados de futbolista, son envidia de nuestras románticas barras bravas. Estos "new kids" provistos de armas de grueso calibre te persiguen kilómetros hasta encerrarte, como en un juego peligroso, una especie de ruleta rusa, porque ellos mismos se exponen en los gajes de su oficio. La policía no se atreve ni a asomarse, huyen sus funcionarios. Cuando casualmente andan por ahí, resultan malheridos. No sabemos cómo enfrentar a estos rudos y audaces muchachos.
La tecnología de la delincuencia que hemos importado nos ha tomado mucha distancia, en osadía y cálculo de riesgos. Como los nórdicos en las aventuras de Asterix, los delincuentes ya no conocen el miedo. Se ha verificado un cambio épico, sospechosamente irreversible. Nosotros no éramos así, diremos a nuestros hijos y nietos; menuda escuela la de esta nueva pedagogía. ¿Estaremos liquidados?
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