Resulta interesante la reflexión al contrastar el despliegue del movimiento feminista con el conjunto de la protesta de la revuelta social. En aquel las diversas iniciativas parecen tener, a primera vista, una mayor consistencia y narrativa. Mi impresión es que las pasiones ahí involucradas, emociones y entusiasmos, aparecen acopladas a la palabra, que se puede reflejar con la representación, por ejemplo, de sus consignas e iniciativas.
Nadie se pregunta “¿por que hacen eso?”, “¿que tiene que ver con su protesta?”
Podrá no parecerles a unos u otros, provocar desacuerdo o rechazo, pero el sentido de su acción salta a la vista.
No es pulsión desligada que justifique ex post cualquier forma de su descarga. Tampoco se trata de un asunto de un quantum menor de rabia o injusticia acumulada.
¿Quién podría poner en duda que no son solo 30 años, medio siglo o mucho más? En el sentido aquí enunciado, hay más consistencia de pensamiento, de palabra ligada y producción simbólica y cultural.
El caso de Las Tesis es un paradigma. Entiendo por densidad de pensamiento, algo que trasciende el campo psi, pero que también lo incluye: desde una vida fantasmática más poblada, de sus posibilidades de simbolización con afectos y emociones congruentes, hasta las actividades propiamente cognitivas, como el pensar y deliberar.
Considero que este es uno de los factores principales, del porqué la ausencia significativa de violencia en la presencia del movimiento feminista en las calles. Donde, el lazo social que permite los símbolos, prima sobre el significado singular de los signos y los ruidos: fuego, pitos, cornetas, bocinas, ollas.
El principal dilema que enfrenta el estallido social lo resumió en una entrevista reciente el filósofo italiano Franco Berardi. Su reflexión apuntaba a una disyuntiva a resolver.
¿Constituye el movimiento chileno de protesta, se preguntaba, un acto de liberación puntual que se consume en si mismo o por el contrario tiene una vocación efectiva de transformación social?
Si es lo último, esto implica poder interrogarlo en función de esos objetivos. No solo desde la explicación psicosocial sobre la rabia y la violencia. Si no, más bien, lo político por excelencia: el cómo convertir lo posible en probable, lo que involucra renunciar a la omnipotencia de querer tenerlo todo.
Bion, el famoso psicoanalista británico de nuestras etapas tempranas, señalaba que el pensar tiene dos dimensiones secuenciales. Primero emergen en forma primitiva en el bebé, los pensamientos y luego a continuación su aparato o máquina para pensar.
Es decir, es la actividad lo que va creando el dispositivo, estimulando o pujando su montaje debido al esfuerzo comprometido. Este convierte los elementos de las primitivas experiencias sensitivas en pensamientos propiamente tal. Va de esta manera moldeando y asociando a los primeros.
Algo de esto se puede poner a la luz respecto del contraste anterior. Un movimiento social maduro, por denominarlo de alguna forma, es aquel que cuenta con la capacidad de procesar, producto de un ejercicio permanente, que va estimulando un soporte.
En ese sentido, siguiendo con la analogía, el aparato psíquico auxiliar radica, en el caso del movimiento feminista, en un mundo intelectual consolidado; internalizando no solo pensamientos sino también la función misma del pensar, originando la posibilidad de dotar de significación a las experiencias propias.
Esto pone como evidencia que hay amparo - sororidad- que puede mitigar heridas, y es expresión de que la violencia, hacia si mismo o a otros, es forma de gestos ausentes de palabras. De ahí la importancia de la creación de espacios de habla y acciones que reparen daños, para que la destrucción no siga fragmentando la propia imagen. El momento constituyente, advierto, puede ir en esa dirección.
Bien cabe afirmar entonces, que la esperanza, eso que Aristóteles llamó como el sueño del hombre despierto, es feminista.
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