Miles de chilenos nos asoleamos todos los veranos en las playas durante las horas de mayor radiación a sabiendas del daño acumulativo en la piel de esta práctica, pudiendo incluso provocarnos cáncer a futuro. Otros tantos compatriotas estando en plenas condiciones de invertir parte de nuestros ingresos mensuales en algún fondo de pensión, no destinamos ahora esos recursos sabiendo que al momento de la jubilación necesitaremos financiar una demandante vejez.
Estas y otras despreocupaciones por el futuro que muestra la población adulta y a la vez informada tanto en Chile como en el mundo, parecen tener sólidas explicaciones. Una insipiente argumentación la propuso el filósofo británico Derek Parfit en 1984, estableciendo que cada humano carece de una identidad única pues ella va cambiando a lo largo de la vida ya que aquello que denominamos como persona es una cadena de seres distintos donde todo eslabón se enlaza en el eje del tiempo con el eslabón siguiente. Por lo tanto, mientras más eslabones diferentes existan, toda persona se percibirá en un futuro lejano de manera más difusa y distante, pudiendo concebirse para ese remoto devenir como alguien extraño que actualmente no merece mayor preocupación. A pesar que indiscutiblemente dentro de dos o tres décadas un chileno tendrá el mismo nombre y el mismo RUT en su cédula de identidad, hoy ese ser del futuro lejano es prácticamente un desconocido para él y por lo tanto no merece ahora una rigurosa toma de decisiones.
Ante este planteamiento y otros similares, el sicólogo estadounidense Hal E. Hershfield ha venido estudiando la relación de las personas con su futuro. Este científico con tecnología de neuro-imágenes investigó la actividad cerebral de los individuos cuando ellos piensan en quehaceres futuros y cuando piensan en quehaceres actuales, tanto propios como ajenos. Hershfield notó que la activación cerebral de una persona pensando en su futuro es muy baja en comparación con la que exhibe ella misma pensando en su presente, siendo similar el comportamiento del cerebro cuando se piensa en alguien a quien sólo se conoce por algún programa de televisión. Es decir, la activación cerebral para el "yo" del futuro es parecida a la que se tiene para un extraño del presente.
Este fenómeno parece tener una explicación biológica pues durante gran parte de nuestra historia como especie primó la importancia por el presente, el cual estaba cercano a cualquier futuro ya que la esperanza de vida en el Paleolítico era en promedio de unos 37 años. Por lo tanto, durante el periodo más largo de la humanidad no valía la pena para un adulto destinar recursos para ocuparse de lo que le pasaría dentro de un par de décadas, pues lo más probable es que pronto fallecería. Ante esa brevedad, quien destinaba para sí mismo una cantidad sensible de escasos recursos materiales y energéticos hacia el futuro, se posicionaba en desventaja evolutiva respecto de quien lo hacía hacia el presente.
Hoy por el contrario, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la esperanza de vida ha crecido enormemente, siendo para los chilenos más del doble: 83 años en mujeres y 78 en hombres. Con este nuevo escenario no resulta provechoso considerar a una persona tal como lo establece Parfit: "Una serie de muchos eslabones distintos donde los últimos son para ella de menor importancia", sino una serie de eslabones más largos donde cada uno tiene la misma importancia.
Pese a la natural carga evolutiva de la cual es muy difícil desprenderse, tal vez haciendo más patente esta prolongación de la vida con sus complejas consecuencias, los chilenos sentiremos más cercanos a quienes seremos en un futuro, extendiendo premeditadamente el horizonte de evaluación de nuestros proyectos. Así se podrán mejorar las actuales decisiones que nos afectarán dentro de varias décadas pues ellas no se tomarán para extraños tal como ahora inconscientemente se acostumbra; sino para nosotros mismos.
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