Las últimas semanas las noticias de actos de violencia extrema contra mujeres y niñas, tanto en Chile como en el extranjero, han dominado los noticieros y las sobremesas entre amigos/as y familias. Partiendo con la aberrante resolución judicial del caso de La Manada en España, la cual hizo eco en el reciente caso de violación grupal a una argentina en cercanías del Estado Nacional, a la brutal violación y femicidio de una niña de tan solo un año y ocho meses.
El espanto nos sobrecoge y la furia invade a la sociedad en general. Y es en esa furia que quiero detenerme. No es una furia que me resulte extraña o novedosa. Me doy cuenta que, en cierta medida, vivo enfurecida hace ya mucho tiempo. Y esto tiene que ver con que aún cuando sólo los fenómenos más brutales de la violencia de género acaparan la opinión pública, esta violencia, entendida en el continuo desde sus formas más naturalizadas hacia sus formas más brutales, nos acompaña todos los días.
Al caminar por la calle, al considerar qué ropa usar según nuestro destino, el horario y la compañía que tendremos (o no) al salir, nos acompaña en el lugar de trabajo, en nuestras relaciones familiares, en nuestras relaciones de pareja.
Esta furia que me acompaña a mí y a tantas otras mujeres, no es demasiado femenina de acuerdo a los cánones e ideales de la supuesta delicadeza femenina. Las mujeres furiosas somos consideradas irracionales, volátiles (muy probablemente bajo influjo de las hormonas que nos alborotan). Somos exageradas, unas locas, feminazis. Este disciplinamiento de la furia lo he recibido tanto de hombres como por mujeres.
En un reciente encuentro de hombres y mujeres, dedicado a pensar líneas de acción para el avance de las mujeres en un campo ocupacional muy masculinizado, en una de las mesas de trabajo una mujer refirió: “Yo creo que estos temas son muy importantes para plantear, pero no hay que hacerlo de una manera estridente”. Aparentemente reclamar con estridencia no es ni demasiado femenino ni demasiado efectivo.
En el mismo encuentro, otra mesa presentó como conclusión que “es necesario avanzar en generar igualdad de condiciones y entonces con el tiempo, por ejemplo, la brecha salarial se cerrará”. Es decir, avancemos de manera delicada, silenciosa, muy femeninamente y esperaremos que en algunas décadas eso colaborare con el cierre de la brecha salarial. Es cuestión de tener un poco más de paciencia.
Hasta que no podamos ver la conexión entre las formas cotidianas y más invisibles de la violencia patriarcal, visualizarla como un continuo en relación con las formas más extremas, estaremos siempre considerando ésta última como la única merecedora de castigo y privilegiando maneras de entenderla como “locura” o “aberración”. Como se dice en las filas feministas, hablemos mejor de “hijos sanos del patriarcado”.
Entendamos que las condiciones culturales y estructurales que habilitan a él a decirle como vestirse a ella, o a él a decirle algo en la calle a ella, son las mismas que, junto con otras variables, habilitan los actos más extremos de violencia y que frente a ello una parte no menor de la opinión pública se pregunte, primero que todo ¿Qué hacía a esa hora sola por allí? ¿Por qué no se resistió? Bueno, si estaba alcoholizada…
Estoy cansada de tener que enmascarar esta furia, tener que civilizarla. Estoy cansada de sonreír, encontrar las palabras adecuadas, usar neologismos, agregar siempre al final claro que no todos los hombres son así.
¡Claro que no son todos así! ¿Es realmente necesario tener que aclararlo? La reacción negativa ante nuestra furia solo se explica porque ésta es considerada como fuera de lugar, como no legítima.
Estoy cansada y furiosa de tener que conversar con mis hijas de tan solo 8 años de la realidad del abuso sexual, cuando no tengo claro cuántas conversaciones se tienen con los niños y adolescentes para que no sean un brazo ejecutor de estas violencias.
Finalizando su charla TED 2018, Trace Ellis Ross nos dice “Mujeres, las convoco a que reconozcan su furia, la transformen en palabras, la compartan en lugares de identificación seguros y de manera segura. No deben temerle a esa furia. Encierra siglos de sabiduría. Déjenla que respire y escuchen”.
Yo por mi parte quiero más mujeres furiosas. Quiero más hombres furiosos conmigo, hombres furiosos de compartir “género” con ellos, una masculinidad hegemónica que habilita y en cierta medida legitima estos comportamientos. Hasta que ellos no sientan cierta vergüenza de género y puedan reflexionar sobre los modos cotidianos “inofensivos” en los cuales también actúan esa hegemonía y que puedan condenar firmemente estos actos de violencia sin recurrir al argumento de la locura o la enfermedad, no avanzaremos. Yo no necesito apaciguar mi furia, necesito aferrarme a ella.
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