El reciente caso del "fanático de Carabineros" que persiguió a dos delincuentes, que terminaron chocando a un furgón escolar, accidente en que murió un niño, es más que un accidente: es una metáfora del país. En esa escena -donde el miedo reemplaza al juicio y la rabia se disfraza de justicia- se condensa una deriva peligrosa. La sociedad comienza a sustituir al Estado por la venganza y a la ley por la reacción emocional.
No es un hecho aislado. Refleja un clima donde la inseguridad se transforma en identidad, y el castigo inmediato se celebra como virtud cívica. Ese mismo ánimo explica un dato que parece anecdótico, pero no lo es: según el Estudio 5C de Chilenidad 2025 de Cadem, 10% de los chilenos declara admirar a Augusto Pinochet, cifra que en 2024 era de 7%. Más que un aumento estadístico, es el síntoma de una democracia que ha dejado de ofrecer sentido.
Cuando la democracia deja de importar
La 16ª Encuesta de Participación y Consumo de Medios entre Jóvenes (2025) muestra que 72% tiene poco o ningún interés en la política, y que TikTok, Instagram y YouTube son hoy sus principales fuentes informativas. Allí predominan los relatos emocionales, polarizados y muchas veces tendenciosos: sin historia, sin contexto, sin responsables.
El Scanner Social (marzo 2025) revela que solo el 26% está satisfecho con la democracia, que el 70% cree que el sistema favorece a unos pocos, y que el 87% desconfía de los partidos políticos. Así, la política deja de ser horizonte y pertenencia, y el "orden" pasa a ser una promesa emocional: seguridad frente al vacío.
El miedo no solo nace del delito, sino de quienes lo administran discursivamente. En plena coyuntura electoral, varios candidatos de derecha han hecho de la inseguridad su principal bandera. José Antonio Kast declaró que "cuando el Estado falla, la gente tiene derecho a defenderse"; Evelyn Matthei sostuvo que "si los jueces no actúan, la gente se cansa"; y Johannes Kaiser afirmó que "muchos chilenos sienten nostalgia por el orden que antes existía".
Ninguno de ellos ha mostrado una distancia crítica con la dictadura. Por el contrario, tienden a justificarla bajo el argumento del "orden perdido", reforzando la idea de que el autoritarismo no fue un abuso, sino una forma eficiente de gobernar. Esa indulgencia histórica instala la noción de que la violencia estatal puede ser legítima cuando promete eficacia.
Estos discursos encuentran eco en los medios, donde la cobertura de delitos y linchamientos se repite en bucle. En lugar de explicar, se dramatiza; en vez de informar, se exacerba. Así, la televisión y las redes legitiman la idea de que el Estado fracasó y que solo la acción directa puede restablecer el orden. El miedo se vuelve lenguaje común, y la violencia, un gesto moralmente aceptable.
La admiración hacia Pinochet no proviene de la historia, sino del presente. El autoritarismo se ha vuelto cotidiano: aparece en redes sociales, en la normalización de la violencia policial, en la indiferencia ante los abusos institucionales o en el aplauso al "ciudadano valiente" que persigue delincuentes sin medir consecuencias. Cuando los medios celebran esas acciones como ejemplos de "coraje", debilitan el principio básico del Estado de derecho: solo la ley puede administrar la fuerza. La justicia por mano propia no fortalece la seguridad: la destruye.
Una advertencia
El niño muerto tras la persecución improvisada no solo representa una tragedia: es una advertencia. Una sociedad que convierte el miedo en virtud y la violencia en deber termina negándose a sí misma. Chile necesita reconstruir una seguridad democrática, que combine orden con derechos, autoridad con legitimidad y justicia con humanidad. Porque cuando la justicia se toma por las manos, la democracia se escapa entre los dedos.
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