En la discusión sobre la equidad del espacio y la promoción de la bicicleta como medio de transporte se presenta con frecuencia un argumento que -bajo una apariencia de realismo- introduce una trampa lógica y entorpece la búsqueda de avances: "Pero no todos pueden andar en bicicleta". Esta aseveración, si bien es cierta en términos absolutos, resulta falaz cuando se emplea para desacreditar propuestas de infraestructura accesible para bicicletas, planes o proyectos de fomento del uso de la bicicleta. Más aún, el debate no ocurre en el vacío, sino en un marco de discusión donde la distribución del espacio vial se ha mostrado históricamente inequitativa, favoreciendo de manera abrumadora al transporte motorizado y dejando en clara desventaja a los medios no motorizados, como la caminata o la bicicleta.
La frase pretende deslegitimar políticas que buscan otorgar mayor espacio y seguridad a este modo de transporte. En rigor, la idea contiene una verdad parcial: ciertamente existe un porcentaje de la población que no puede, no desea o no está en condiciones de desplazarse en bicicleta. Sin embargo, usar esa observación para invalidar propuestas en favor del uso de bicicletas equivale a sostener que la ampliación de veredas carece de sentido bajo el pretexto de que "no todas las personas pueden caminar" o que la inversión en transporte público no es necesaria porque "hay gente que jamás lo utiliza". Si extrapolamos este razonamiento, también se podría argumentar que no tiene sentido proveer infraestructura para automóviles, dado que no toda la población conduce ni tiene auto. Por ende, no es coherente usar la imposibilidad parcial de un grupo de la población para desestimar la pertinencia de un modo de transporte que sí beneficiaría a una parte relevante de la sociedad.
La crítica cobra aún más fuerza cuando se considera el marco estructural de nuestras ciudades, donde la distribución del espacio público y la infraestructura vial se ha organizado, en la práctica, en favor del transporte motorizado. Se han destinado extensos espacios de áreas verdes para construir avenidas, autopistas y estacionamientos, mientras las veredas muchas veces son más estrechas, y las ciclovías -cuando existen- suelen ser insuficientes, fragmentadas o peligrosas. Este desequilibrio resulta especialmente evidente en la cantidad de recursos públicos que se invierte en autopistas comparado con los que se destinan a la construcción y mantención de ciclovías seguras y veredas de calidad.
De esta forma, en los modos activos, caminata y bicicleta se realiza el 60% de los viajes diarios, no obstante tienen la menor inversión de recursos y son los menos representados en la distribución del espacio. La caminata, bicicleta, y a menudo el transporte público se ven relegados a espacios reducidos e inseguros, lo que atenta a estas alternativas. Irónicamente, cuando se intenta corregir esta inequidad mediante propuestas que incorporen mejor infraestructura peatonal o ciclista, emerge la premisa "no todos pueden andar en bicicleta", con el efecto de desviar la discusión y legitimar la inercia de un sistema que, de facto, ya es predominantemente favorable al uso del automóvil.
La planificación de la movilidad contemporánea reconoce la necesidad de contemplar la diversidad de opciones y condiciones: algunas personas tienen movilidad reducida y requieren que las soluciones les consideren, mientras que otras sí pueden optar, al menos en ciertos desplazamientos, por la bicicleta o el transporte público. La riqueza del debate consiste en diseñar políticas de movilidad que integren de forma complementaria múltiples modos de transporte, atendiendo las realidades de distintos segmentos de la población. Bajo esta perspectiva, no se busca imponer un único medio, sino ofrecer alternativas viables y equitativas.
La importancia de la bicicleta -como parte de un sistema más amplio- radica en los numerosos beneficios sociales, ambientales y de salud pública que conlleva: ayuda a reducir la congestión y la contaminación, promueve la actividad física y da dinamismo a la vida urbana. Todo ello sin desconocer que existe un conjunto de personas que, efectivamente, no podrá desplazarse en bicicleta, pero que también se verá beneficiado si logra acceder a aceras y transporte público de mejor calidad o a vías menos saturadas por el tránsito de autos.
Un modo eficaz de desenmascarar la falacia consiste en volver la pregunta contra el paradigma dominante. No se trata de insistir en el "no todos pueden andar en bicicleta", sino de examinar el presupuesto subyacente de que, en la mayoría de nuestras ciudades, prácticamente "todos deben andar en auto". El diseño urbano y la proporción del espacio vial destinado al transporte motorizado parecen sugerir que la única opción verdaderamente habilitada a gran escala es la del uso de autos, mientras caminar o pedalear se convierten en actividades excepcionales que enfrentan más barreras y peligros que incentivos.
Esta lógica implícita, que asume el automóvil como el medio de transporte por defecto, limita el abanico de elecciones de la ciudadanía y favorece la expansión de más infraestructuras viales para autos a expensas del espacio público y modos más sostenibles. De hecho, la infraestructura existente pocas veces permite desplazamientos seguros a pie o en bicicleta, lo que provoca que estos modos alternativos resulten percibidos como riesgosos o inviables.
La discusión no debe centrarse en quién no puede usar la bicicleta, sino en por qué las infraestructuras existentes nos obligan a usar el auto ante la inexistencia de otras infraestructuras alternativas. Debemos abrir el camino a ciudades más justas y sostenibles, donde la elección modal sea el resultado de una oferta amplia y segura, y no de una infraestructura que privilegie, casi en exclusividad, el desplazamiento motorizado.
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