Con los ecos aún vivos del proceso electoral del fin de semana pasado, se multiplican los análisis y los intentos de explicaciones. Medios de comunicación, candidatos y partidos discuten sobre la pérdida de ciertas candidaturas, las sorpresivas victorias de otras y qué nos puede decir todo esto sobre las próximas elecciones presidenciales. Considerando que los seres humanos, instintivamente, nos hacemos preguntas sobre los fenómenos de nuestro entorno, y como la ciencia es la herramienta con la cual intentamos canalizar más rigurosamente esas inquietudes, es comprensible que las elecciones también hayan sido objeto de estudio de disciplinas que parecen usualmente alejadas de ella, como la Física y la Matemática.
La idea de que los fenómenos sociales pueden ser explicados a través de modelos y ecuaciones ha dado lugar a un creciente número de investigaciones interdisciplinares, algunas de las cuales han sido reconocidas en años recientes con Premios Nobel (incluido este 2024). Pero esta noción no es nueva. Uno de los intentos más antiguos data de principios del siglo XIX, cuando el matemático y astrónomo Adolphe Quételet, en la Universidad de Gante, en Bélgica, comenzó a aplicar las mismas herramientas estadísticas que se usaban en astronomía para algo completamente diferente e inesperado para la época: Comprender el comportamiento humano.
Así, alrededor de 1830, Quételet estudió patrones, comportamientos promedios, y desviaciones respecto a esos promedios, buscando reglas que permitieran explicar por qué los humanos somos como somos, por qué actuamos como actuamos. Estudió tasas de crímenes, de matrimonios, desarrolló el concepto de una "persona promedio", suponiendo que las características se distribuyen de acuerdo a una distribución gaussiana, introducida poco antes, en 1823, por Gauss. Incluso, Quételet acuñó el concepto de "física social" para denominar lo que hacía. Miles de encuestas de opinión sobre temas contingentes, tales como las que proliferan antes de cada elección para conocer la intención de voto o la sensibilidad de la población respecto a ciertos temas, le deben su existencia, directa o indirectamente, a las ideas de Quételet.
Por cierto, el problema no quedó ahí. La teoría de juegos es un área de estudio de la Matemática, con íntimas conexiones con la Economía, en la que se busca modelar la toma de decisiones en base a lo que cada participante conoce (o desconoce) de las motivaciones del resto de los participantes. La teoría de grafos y las redes complejas han tenido abundante aplicación en el modelamiento del comportamiento social, describiendo cómo los humanos establecemos nuestras relaciones de amistad, trabajo o comerciales, o cómo nos disgregamos en comunidades separadas, debido a nuestros intereses.
Y modelos inspirados en la física de la interacción magnética entre partículas han sido extendidos para comprender la existencia de acuerdos, la propagación de opiniones o rumores, basándose en la idea de que las convicciones, opiniones o creencias de cada uno de nosotros pueden ser influidas por aquellas de quienes consideramos cercanos o confiables.
Con estos modelos tratamos de darle sentido a algo tan difícil de comprender como nuestra toma de decisiones, y cómo esas decisiones individuales afectan al comportamiento colectivo de la sociedad. Ésa es la idea de la Ciencia de la Complejidad: Los fenómenos complejos no provienen de complicadas ecuaciones y relaciones entre componentes, sino que emergen a partir de interacciones sencillas entre múltiples agentes. Así, hoy podemos encontrar trabajos publicados que intentan medir el grado de polarización política de parlamentarios, relacionar la propagación de intenciones de voto con la conectividad entre personas, evaluar cuán optimistas o pesimistas somos a partir de nuestras conversaciones, o predecir el resultado de elecciones no sólo a través de encuestas, sino de nuestras publicaciones en redes sociales. Y todo esto, con modelos y ecuaciones similares a las que se usan para describir la difusión de una gota de perfume en una habitación, el movimiento de un fluido al revolverlo, o la magnetización de un material a medida que se enfría.
De hecho, el Premio Nobel de Física de este año fue entregado a dos investigadores, John Hopfield y Geoffrey Hinton, que usaron ideas similares a las que describen la interacción magnética de partículas en una red para modelar la forma en que una red de neuronas podría recordar patrones a partir de experiencias previas. Propuestas que no sólo sugieren cómo pensamos y recordamos los humanos, sino que abrieron el camino para el desarrollo de las llamadas redes neuronales artificiales, y que hoy en día están cada vez más presentes en la explosión de la inteligencia artificial.
No sabemos qué nos depara el futuro, ni a qué nuevos límites o inquietantes preguntas éticas nos llevará esta inteligencia artificial, pero sí está claro que las puertas abiertas por Quételet hace dos siglos han logrado que nuestra ciencia explore nuevos espacios, aparentemente ajenos a ella, incluyendo tratar de entender, y quizás predecir, elecciones como las que vivimos este fin de semana.
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