Llegó enero, mes que para muchas personas en nuestro país es sinónimo de calor y vacaciones, que no solo dejarán huella en nuestros recuerdos, sino que nos dotarán de un inconfundible tono bronceado de piel. Una tonalidad que, sin embargo, no siempre fue bien vista.
A principios del siglo XX, una piel blanca era signo seguro de distinción, en contraposición a la piel tostada de quienes se veían forzados a trabajar al sol. Una costumbre que cambiaría en Occidente en la década de 1920, gracias a la prestigiosa diseñadora Coco Chanel, cuyo bronceado era sinónimo de relajo al aire libre y, por ende, de privilegio social. Pero independiente de la causa o de la valoración del bronceado, este fenómeno veraniego tiene profundas y a la vez epidérmicas raíces en la física de la interacción entre la luz y la piel, una competencia entre la radiación proveniente del sol, que intenta entrar a nuestro cuerpo, y algunas moléculas que intentan impedírselo.
De manera natural, diversos tejidos animales, como la piel humana, tienen ciertas moléculas, conocidas genéricamente como melaninas. Ellas absorben la mayor parte de la luz que reciben y reflejan el resto, de modo que al iluminarla con luz blanca se ve una sustancia de un cierto color, dependiendo de qué longitud de onda sea la reflejada. Por ejemplo, la feomelanina -predominantemente- absorbe todos los colores, menos el rojo, el que es, de hecho, el pigmento que domina en el pelo de los "colorines".
La melanina más común es, sin embargo, la eumelanina, cuyo color café o negro sugiere que absorbe gran cantidad de longitudes de onda, reflejando muy poco. Y es esa propiedad la que aprovecha nuestro cuerpo. Pero para entender todo esto es bueno tener presente la naturaleza cuántica de la interacción entre la luz y la materia.
En un átomo, los electrones no pueden tener cualquier energía, sino que una bien precisa, y esto determina profundamente lo que ocurrirá con la radiación electromagnética que incide sobre el átomo. Si la radiación tiene suficiente energía, el electrón será liberado del átomo, proceso que conocemos como ionización, el cual es capaz de dañar la estructura de moléculas y, por ende, de tejidos como nuestra piel. También puede suceder que la radiación tenga la energía justa para llevar a un electrón desde un nivel de energía a otro. En ese caso la radiación es absorbida, usándose completamente en cambiar la energía del electrón. Así, por diversas razones, átomos y moléculas pueden ser mayoritariamente "opacos" a radiación de cierta energía, y "transparentes" a otras.
Y nuestro ADN no es la excepción. En este caso, el ADN absorbe fuertemente la radiación ultravioleta (UV), aquella que está en la región del espectro electromagnético invisible a nuestros ojos, con energías mayores que la luz violeta. Más específicamente, el ADN exhibe gran absorción en la región justo contigua al violeta (ultravioleta A o UVA), y un poco menos en la región un poco más alejada del violeta (ultravioleta B o UVB). La mayor parte de la radiación UVB absorbida por el ADN se convierte en inofensivo calor, pero una pequeña fracción puede dañar la estructura de la molécula. Lo cual podría ser grave, dependiendo de en qué región del ADN se produzca el daño, y a qué tejido corresponda la célula afectada.
Afortunadamente, nuestro cuerpo tiene una medida de protección: la melanina, que también absorbe fuertemente la radiación UV. Cuando el ADN de las células en la piel sufre daño por esta radiación, se activa la producción de melanina en ellas, la cual absorbe la radiación (convirtiéndola en calor), e impidiendo que continúe el daño. ¡Qué astuto! Y claro, la consecuencia visible es que nuestra piel queda más oscura: es el bronceado.
Infortunadamente, no todos los cuerpos son capaces de producir melanina en los niveles necesarios. Desde la antigüedad que la humanidad ha usado sustancias para protegerse del sol, pero durante las primeras décadas del siglo XX, a medida que la ciencia aprendió más sobre la interacción de la radiación con la materia, y sobre el daño producido por la radiación sobre la piel, es que se pudieron desarrollar sustancias especiales que hoy conocemos como protectores o bloqueadores solares. Estos usan el mismo principio de la melanina: moléculas que forman una película que evita que la radiación UV llegue a la piel. Mejor si es un bloqueador de "amplio espectro", que proteja tanto contra la radiación UVB como contra la UVA que, igualmente, puede producir daño celular. Es más, hoy en día el desarrollo científico no solo nos permite contar con sustancias que disminuyen el mal causado por la radiación solar, sino que broncearnos de todos modos; así como bloqueadores que permanecen en la piel aunque la mojemos, algo bastante útil si se desea disfrutar del sol y del agua.
Así, cien años después de que se pusiera de moda, hoy sabemos que hay que medirse con el bronceado, pues conocemos mucho más acerca de los peligros de la exposición al sol y entendemos mejor los mecanismos responsables de ese daño. Seguramente nuestro color no será tan fascinante, como en alguna época se deseaba, pero nuestra piel será más feliz.
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