En nuestro país, donde la tierra y el clima se confabulan para dar origen a nobles mostos, el vino se ha convertido en uno de los principales brebajes que acompaña nuestras fiestas nacionales. Y como suele suceder en diversos ámbitos de nuestra vida cotidiana, la preparación y disfrute de tan espirituoso fluido encierra una buena cantidad de Física que vale la pena conocer. Como por ejemplo, con respecto al delicado arte del envejecimiento.
El principio básico para la creación de un vino es convertir jugo de uva en alcohol, a través de la fermentación. Levaduras y bacterias, dependiendo del tipo de vino que se desee producir, convierten las azúcares naturales de la uva en alcohol. Suena sencillo, pero es un proceso tremendamente complejo, donde cada detalle contribuye a darle el sabor y la textura específica a cada tipo de bebida alcohólica: la cepa, la temperatura, la presencia o no del hollejo en el recipiente, el material del contenedor, etc. Y por cierto, el tiempo de fermentación, que redunda en la dulzura y grado alcohólico, dependiendo de cuánta azúcar haya sido convertida en alcohol. Éste es un aspecto particularmente importante del proceso, ya que puede hacer la diferencia entre un jugo, un buen vino y un líquido intomable. Y por ello, aunque el vino se viene haciendo desde unos 7 mil años, a medida que su producción se volvió más masiva, y el dinero en juego mayor, fue necesario introducir maneras más científicas de determinar la calidad de un vino antes de embotellarlo.
Es cuando el científico alemán Adolf Brix entra en esta historia. En la primera mitad del siglo XIX, Brix midió cuidadosamente la densidad de agua en la cual se había disuelto una cantidad conocida de azúcar. La idea era tener detalladas tablas para que luego, midiendo la densidad de una solución, se conociera la cantidad de azúcar. Así, el problema de determinar el punto exacto en que debía detenerse la fermentación del vino, o establecer la calidad prevista del vino, se convertía en medir la densidad del fluido.
Claro, las cosas no son tan sencillas, ya que una bebida alcohólica es más compleja que azúcar disuelta en agua. Pero en la práctica, la experiencia enseñaba, en aquella época, que era una aproximación suficientemente buena, y por eso los esfuerzos se concentraron en esa dirección. Diversos trabajos abordaron el mismo problema, y como consecuencia, hoy existen varias escalas que relacionan densidad con contenido de azúcar, pero la escala Brix, establecida en Alemania en 1847, es la más usada en la industria del vino.
Ya, pero ¿cómo se mide la densidad de un líquido? En la época de Brix, el instrumento usado para medir densidades era el hidrómetro. La idea es aprovechar el principio de Arquímedes: un objeto se hundirá más en un fluido menos denso. Así, observando cuánto se hunde un objeto de densidad conocida, se puede conocer la densidad del fluido en el cual se ha sumergido.
En el hidrómetro, esto se consigue llenando un cilindro con el fluido en cuestión (vino, en este caso), y colocando en él un objeto (un bulbo con mercurio en su interior, como el que hay dentro de un termómetro clínico). El objeto se deja flotar, se mide la profundidad a la que se hunde, y con eso se conoce la densidad del fluido. Una idea sencilla y efectiva. No en vano los primeros hidrómetros conocidos tienen 17 siglos de antigüedad, siendo atribuida su invención a la sabia Hipatia de Alejandría.
Pero este noble instrumento no es muy preciso, e inevitablemente se buscaron alternativas. Y la respuesta vino del campo de la Óptica, a medida que el conocimiento sobre la luz fue desarrollándose. En 1871, el físico alemán Ernst Abbe inventó el primer refractómetro, instrumento basado en la refracción de la luz: al pasar luz por un fluido, ésta experimenta una desviación que es mayor si la densidad del fluido aumenta. Entonces, si se conoce la desviación de la luz, se puede conocer la densidad.
Para efectos de producción de vino se usan refractómetros graduados en la escala Brix, lo que permite, en definitiva, convertir una medición de la desviación de un haz de luz directamente en una medición de la cantidad de azúcar en el fluido.
La creación de un buen vino es una de tantas actividades humanas que combinan la nobleza de tradiciones milenarias, transmitidas por generaciones, con el apoyo que puede brindar la ciencia para asegurar excelentes resultados, todo para que llegue a nuestra mesa un buen Cabernet, ese sutil Carmenere, o un robusto Syrah. Así que ¡salud por eso!
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