Los Premios Nobel de Física y Química 2025 nos recuerdan algo esencial: los grandes avances científicos no nacen de la inmediatez ni de la búsqueda de resultados rápidos, sino de la curiosidad y la perseverancia. En tiempos en que Chile apuesta fuerte por la ciencia aplicada, conviene resaltar la importancia de la ciencia básica, porque no siempre existen atajos para construir conocimiento.
Cada año, cuando se anuncian los Premios Nobel, el mundo de la ciencia se detiene. No solo para celebrar los descubrimientos más impactantes y recientes, sino también para reconocer aquellas ideas que, en su momento, parecían simples intuiciones, sin aplicación clara. Son justamente esas ideas -muchas veces impulsadas solo por la curiosidad- las que, con el tiempo, han terminado transformando nuestras vidas. Los Premios Nobel de Física y Química de este año lo confirman con claridad.
En Física, John Clarke, Michel Devoret y John Martinis fueron reconocidos por demostrar que los fenómenos cuánticos -como el efecto túnel o la cuantización de la energía- pueden manifestarse a escala macroscópica. En los años '80, estos investigadores construyeron un pequeño circuito con materiales superconductores que les permitió observar cómo un sistema completo podía comportarse como una sola partícula cuántica. Fue la primera evidencia de que la mecánica cuántica también podía gobernar objetos visibles.
Décadas después, esos experimentos se convirtieron en la base de los qubits superconductores, pilares de la computación cuántica y de los sensores más precisos del planeta. Es importante darse cuenta de que los avances que hoy impulsan la revolución cuántica tuvieron su origen hace más de cuatro décadas, en laboratorios donde predominaba la curiosidad, no la inmediatez.
En Química, Susumu Kitagawa, Richard Robson y Omar Yaghi recibieron el Premio Nobel por el desarrollo de las estructuras metal-orgánicas (MOFs), compuestos formados por metales y moléculas orgánicas que se ensamblan para crear un cristal espacioso y perfectamente ordenado, como un diamante lleno de diminutas cavidades. Cuando comenzaron a desarrollarlos en los años noventa, lo hicieron movidos por la curiosidad de explorar nuevas formas de enlace entre átomos, sin imaginar aplicación alguna. Décadas más tarde, esos mismos materiales demostraron su enorme potencial para capturar gases, almacenar hidrógeno, purificar agua e incluso reducir emisiones contaminantes. Lo que nació como una exploración de laboratorio se transformó en una herramienta clave frente a los desafíos del cambio climático.
Ambos casos revelan una verdad que a veces olvidamos: la ciencia necesita tiempo y apoyo sostenido. Los grandes avances surgen de la libertad para pensar problemas fundamentales y explorar nuevas ideas, sin la presión inmediata de una utilidad demostrable. Cuando se siembran las bases del conocimiento con paciencia y coherencia, el impacto se cosecha con el tiempo.
Por eso, los países que aspiran a liderar transformaciones profundas no pueden limitarse a buscar resultados inmediatos. En Chile, hemos apostado por fortalecer la ciencia aplicada, buscando vincular el conocimiento científico con el desarrollo productivo. Sin embargo, los Premios Nobel de este año nos recuerdan que no existen atajos: la ciencia es una carrera de largo aliento. Las aplicaciones no nacen de la nada; germinan sobre cimientos sólidos de conocimiento básico. De ahí la importancia de fortalecer los programas de Becas de Magíster y Doctorado Nacionales, así como los programas Fondecyt, que sustentan la formación de capital humano avanzado y la investigación de excelencia motivada por la curiosidad, libre y diversa. Solo cuando las ideas tienen tiempo para madurar pueden transformarse en una innovación real.
En la Facultad de Ciencia de la Universidad de Santiago de Chile, este espíritu -el de una ciencia que avanza sobre bases sólidas y a largo plazo- se vive cada día. La amplitud de sus líneas de investigación -que abarcan desde la astrofísica, la física teórica y la física experimental hasta la matemática, la estadística, la computación y la educación científica- refleja una convicción compartida: solo con conocimiento profundo, perseverancia y trabajo colaborativo se construyen los avances del futuro. Descubrimientos astronómicos, modelos predictivos, nuevos materiales y soluciones frente a los grandes desafíos globales nacen, una y otra vez, a partir de esa curiosidad que nunca debemos perder.
El verdadero valor de los Premios Nobel está en recordarnos que el conocimiento no se improvisa ni se acelera. Los frutos de la ciencia difícilmente maduran en los plazos que imponen algunos proyectos aplicados; lo hacen en comunidades que perseveran durante décadas. Apostar por la ciencia fundamental no es un lujo: es una apuesta por un futuro mejor para la sociedad, porque las tecnologías que transformarán nuestra vida dentro de veinte años probablemente se estén gestando hoy, silenciosamente, en alguna oficina o laboratorio donde alguien -movido solo por curiosidad- está haciendo historia.
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