Chile lidera la penetración de internet en Latinoamérica, donde los smartphones son una de las principales fuentes de acceso. Según los datos de la Subtel, el 80% de los accesos a Internet son móviles. De estos, más del 90% son a través de los smartphones.
Estas cifras no sorprenden tanto cuando uno se pasea por las calles o se sube al transporte público, y constata que la probabilidad de no ver a más de alguien metido en su smartphone, es básicamente nula.
Lo mismo pasa cuando uno sale a comer y se vuelve todo un reto que ninguno de los comensales mire su smartphone, hasta el punto de que existen restaurantes con “guarderías” para teléfonos, en una suerte de “coerción” para evitar que suceda, (según datos de Apple, el dueño de un iPhone lo opera, en promedio, 80 veces al día).
Pero este comportamiento, ¿tiene efectos en nuestro desarrollo social, emocional e intelectual? Sin duda que sí, aunque todavía no se pueda dimensionar en qué medida, pues es un hecho “nuevo”, luego, difícil de contrastar con datos científicos y variables sociales.
Sin embargo, ya existen algunos indicios. Un artículo de Nicholas Carr, autor de “¿Google nos está volviendo estúpidos?”, publicado en el Wall Street Journal, muestra un estudio de la Universidad de Texas que ya lleva bastante tiempo trabajando en cómo los smartphones pueden afectar nuestra forma de pensar.
El profesor Adrian Ward, de esta universidad, se inclina a creer que el sólo hecho de escuchar un timbre desde nuestro smartphone, por ejemplo, como el de una conocida aplicación de mensajería instantánea, ya genera serios problemas para concentrarse, más aún si uno está lidiando con un asunto de mayor complejidad, pues, al dividir la atención, se obstruye el razonamiento. Si uno está expuesto a escuchar la campanita todos los días, a lo largo de todo el día, bueno, mucho tiempo para concentrarse no queda.
El asunto se diferencia de otras fuentes de distracción, dado que el smartphone no es equivalente a ninguna: el apego a este aparato es constante. Ward tiene la impresión de que, efectivamente, la mera presencia de nuestro smartphone (sin que suene ni vibre ni nada), tenía la posibilidad de disminuir nuestra inteligencia.
Junto a otros investigadores, midieron a 520 universitarios en su capacidad para resolver un problema y para concentrarse en una tarea. La única variable fue, simplemente, el lugar donde cada uno de ellos dejaba su teléfono: un grupo lo tenía que dejar arriba de su escritorio, otro en su bolsillo y otro en una sala distinta.
Los resultados confirmaron las sospechas de Ward: a mayor proximidad con el aparato, disminuía la capacidad intelectual, teniendo los mejores resultados los que dejaron su teléfono en otra sala y, los peores, los que lo dejaron encima de su escritorio.
En cuanto a la forma como nos relacionamos, en un fundamento humanista, otro estudio, realizado en el Reino Unido, tomó a 142 personas para que dialogaran por 10 minutos. La mitad lo hizo con su teléfono presente, y la otra sin el aparato.
Al medir la “afinidad, confianza y empatía”, se obtuvo que la mera presencia de los smartphones inhibía el desarrollo de la cercanía y confianza interpersonal, además de disminuir el grado en que las personas sentían empatía y comprensión mutua. (Journal of Social and Personal Relationships, 2013).
En el libro de Manfred Spitzer (Demencia Digital, 2013), bajo la idea de que nuestro cerebro funciona de manera similar a un músculo (si se usa se desarrolla, si no, se atrofia), argumenta que, dado que los computadores en general “nos facilitan la vida”, al mismo tiempo nos quitan trabajo mental, disminuyendo la calidad y profundidad del aprendizaje, pues nuestra capacidad de rendimiento mental depende el esfuerzo mental al que nos sometamos.
En el libro, Spitzer también sostiene que la utilización de computadoras a edades muy tempranas puede motivar trastornos graves de atención.
Su exposición a una edad preescolar, trastornos de la lectura. Y ya en edad escolar, puede generar aislamiento social. Bueno, no por nada hasta Bill Gates les puso estrictas restricciones a sus hijos en el uso de las tecnologías y no les regaló un teléfono celular sino hasta que cumplieron 14 años, pese a que ellos insistían en que “todos sus amigos tenían un celular, menos ellos”.
De hecho, según un estudio de Influence Central (2016), en Estados Unidos, la edad promedio en que un niño recibe su primer teléfono es la de 10 años.
Steve Jobs tampoco se quedaba atrás y mientras los consumidores compraban y compraban I-Pads, sus hijos nunca habían usado uno, pues él también le limitaba el acceso a la tecnología. Ninguno de estos gigantes tecnológicos permitía el uso de aparatos durante las comidas.
Cuando la Internet se empezó a masificar y el acceso a la información con ella, se pensó que la web nos volvería más inteligentes. Ahora sabemos que no es tan simple, no es automático. Incluso sabemos que no necesariamente nos volverá más agudos, incluso tiene la potencialidad de ocasionar la reacción inversa.
Para Nicholas Carr, nuestros teléfonos han logrado que sea tan fácil reunir información, que es probable que nuestros cerebros le transfieran a esta tecnología su capacidad de recordar. Como es tan fácil acceder a la información, nuestro cerebro no se molesta en recordarla.
Hemos visto una serie de ejemplos, estudios y tendencias que, creo, muestran los peligros que existen en el uso de los smartphones, dadas sus características únicas: tienen el poder de suplantar nuestras funciones cerebrales, como nuestra memoria o habilidad para relacionar ideas, que es uno de los fundamentos definitorios de la inteligencia.
No es mi intención ser alarmista (tengo dos smartphones, con la potencialidad de volverme doblemente tonto), pero sí creo que hay que tener ojo.
Mal que mal, lo que nos define como seres humanos deriva de nuestros cerebros y la forma como nos relacionamos con otras personas. Y los smartphones ciertamente pueden debilitar esos dos pilares sin que nos demos ni cuenta.
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