El mes de octubre comenzó con el anuncio, el día 3, del Premio Nobel de Física. Un evento mundial para celebrar el desarrollo científico de la humanidad. Y, a mediados del mismo mes, comenzaron en nuestro país los Juegos Panamericanos, un evento continental para celebrar el desarrollo deportivo de esa misma humanidad. Parecen dos instancias muy diferentes, pero su historia y su espíritu no están tan distantes después de todo.
En 1894, el Comité Olímpico Internacional fue fundado por Pierre de Coubertin, con el objetivo de revivir los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia, idea que rondaba en algunos círculos durante las décadas previas. De Coubertin también adoptó una frase que había acuñado unos pocos años antes, en 1892, Henri Didon: "Citius, Altius, Fortius", que resumía a la perfección la razón de ser de la competencia deportiva: ser más rápido, llegar más alto, ser más fuerte. Un espíritu que ha motivado a generaciones de deportistas para llegar a los límites del desempeño humano, como lo comprobamos cada vez que se logra una nueva marca.
Todo esto es bastante cercano a lo que representan los Premios Nobel en el ámbito científico. Sólo un año después de que De Coubertin fundara el Comité Olímpico, Alfred Nobel firmaba su testamento, instituyendo premios que reconocieran logros científicos que hubiesen beneficiado a la humanidad. Un ideal tan noble como el De Coubertin, surgido prácticamente en la misma época, pero con su énfasis en otro aspecto del ser humano: su desarrollo intelectual.
Esta coincidencia histórica, que fundamenta los eventos más grandes que celebran nuestros logros deportivos y científicos, también une al deporte y a la ciencia en su respectiva búsqueda de nuevas marcas, en su constante ímpetu por mover los límites previamente establecidos. Un excelente ejemplo de lo anterior es la investigación premiada este año con el Premio Nobel de Física, que reconoció el trabajo de Anna L'Huillier, Pierre Agostini y Ferenc Krausz, quienes en una serie de estudios durante las últimas cuatro décadas han logrado generar pulsos de luz tan cortos que son capaces incluso de permitirnos ver el movimiento de los electrones en sus átomos.
Cuando vamos al cine, la percepción de imágenes en movimiento es lograda al exhibirnos muchas fotografías muy rápidamente, tradicionalmente 24 por segundo. Pero si algo se moviese más rápido en la escena, por ejemplo ir y volver a la misma posición en una centésima de segundo, no se podría advertir ese movimiento. A lo sumo, se lograría que se viera algo borroso en la pantalla. Por eso, si deseamos ver algo realmente rápido es necesario que nuestra cámara sea igualmente veloz.
Esta idea básica nos permite comprender la enorme importancia de los experimentos reconocidos con el Nobel 2023. A escala atómica, las partículas se mueven en escalas de tiempo muy breves, y ver esos procesos requiere crear pulsos de luz que duran del orden del attosegundo: 1 trillonésimo de segundo. La clave para conseguirlo fue superponer luz de varias frecuencias, en un proceso parecido a los múltiples armónicos de las cuerdas de una guitarra que, al sumarse, producen un pulso sonoro. Desde 1987, Anne L'Huillier desarrolló una serie de trabajos con haces de láser infrarrojo que, al pasar por un gas de argón, generaban armónicos de altísimas frecuencias, sentando las bases experimentales y teóricas para crear pulsos de attosegundos de duración. Durante los años siguientes, Pierre Agostini y Ferenc Krausz, junto a sus diversos colaboradores, consiguieron crear pulsos cada vez más cortos, y explorar su uso para examinar la dinámica del mundo microscópico.
Por ejemplo, en 1905, Albert Einstein publicó su explicación del efecto fotoeléctrico, mediante el cual es posible sacar electrones de sus átomos al iluminarlos con luz de frecuencia adecuada. Los paneles solares para generar electricidad a partir de la luz del Sol o los sensores para evitar el cierre de puertas en un ascensor, aprovechan este tipo de fenómeno. Es un proceso tan rápido que, en la práctica, parece instantáneo. Pero no lo es. Fue precisamente Krausz y su grupo de investigación quienes mostraron, el año 2010, que dependiendo de en qué nivel de energía se encuentren los electrones, se demoran un poco más en salir. En el caso del experimento que diseñaron, son apenas 21 attosegundos de diferencia.
Si no fuese por los pulsos de attosegundos, este tipo de preguntas simplemente no se podrían responder. Por ello, el Nobel de este año reconoce trabajos que no sólo son importantes por la propia proeza experimental y teórica que implicaron, sino por las enormes oportunidades que han abierto para adentrarnos en una parte del Universo normalmente inaccesible para nosotros. Pulsos que son más rápidos, para que nuestro conocimiento llegue más alto, y nuestras posibilidades de progreso sean más fuertes. Citius, altius, fortius.
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