Esta es la pregunta que ha causado los desvelos de los responsables de las políticas de ciencia, tecnología e innovación desde hace más de 25 años.
El supuesto básico que yace detrás de esta interrogante es que en Chile las empresas no innovan, o que lo hacen a un mínimo nivel. Esto no es exactamente así, según lo revelan los resultados de la IX Encuesta de Innovación en Empresas.
Este estudio revela que alrededor del 16,6% de nuestras empresas, excluyendo a las de menos de 10 trabajadores o microempresas, introdujeron algún tipo de innovación el último año. Sin embargo, si hacemos un zoom sobre aquellas que hicieron innovaciones de tipo tecnológico, esta proporción apenas se empina sobre el 10% de las empresas. Por lo tanto, la pregunta inicial, aunque tiene un cierto dejo retórico, sigue siendo válida.
Se han ensayado múltiples intentos de explicación, ninguna de las cuales es completamente satisfactoria, aunque algunas pueden encerrar pistas válidas. Una de ellas recurre a razones de tipo geográfico-económicas acerca de nuestro empresariado. Nuestro país, se afirma, ha sido dotado de una excepcional abundancia y diversidad de recursos naturales, que ha conformado la base de la formación de la riqueza nacional.
El empresariado nacional, según esta visión, utilizando racionalmente estas ventajas naturales, habría volcado sus esfuerzos a la extracción de riqueza de nuestras tierras y nuestros mares, más que a la creación de nuevo valor económico o social, que es la esencia de la innovación.
¿Para qué destinar esfuerzos a la creación de nuevo valor, esfuerzos que son altamente riesgosos e inciertos, cuando podemos explotar las riquezas que nos rodean, que solo esperan a ser recogidas? En este tipo de explicación se basaría la formación de las grandes fortunas mineras, forestales, pesqueras y agrícolas de nuestro país.
La explicación anterior, no obstante, no es en modo alguno suficiente si miramos la experiencia de otros países con similar o superior dotación de recursos naturales que Chile, y que, sin embargo, han generado fuertes corrientes de innovación, mucho más poderosas y eficientes en la creación de riqueza que la simple explotación de sus recursos naturales. El caso más obvio y emblemático es Estados Unidos, pero también encontramos similares situaciones en el norte de Europa.
Como complemento a la explicación anterior está la tesis del historiador Francisco Antonio Encina, que intenta desentrañar los orígenes de lo que él denominó “nuestra inferioridad económica” en el célebre ensayo del mismo título.
Corriendo el riesgo de sobre simplificar su análisis, digamos que Encina identifica un conjunto de características de nuestra aristocracia terrateniente, parcialmente antecesora de nuestra actual clase empresarial, resaltando en ella sus fuertes rasgos conservadores.
Esta aristocracia decimonónica, según Encina, “explotando sus propiedades en forma rudimentaria y de acuerdo con el sistema natural, aceptaba los progresos de la técnica y de las instituciones con cierta resistencia, pues desconfiaba de toda innovación brusca y precipitada.”
En la raíz de esta orientación empresarial estaría su fuerte raigambre al orden establecido. A la corona española, hasta antes de la Independencia, y, sobre todo, a la Iglesia católica. Ambas instituciones eran extraordinariamente recelosas en relación al progreso de la técnica, entre otras cosas porque se vinculaba este progreso a las vertientes ideológicas del liberalismo.
Una tercera fuente de explicación acerca de la debilidad de nuestro ímpetu innovador se aparta significativamente de las anteriores y se vincula más bien con nuestro sistema educacional.
Hace algunos años me tocó participar en un taller en el que se convocó a una treintena de especialistas vinculados con el fenómeno de la innovación, provenientes de diferentes áreas disciplinarias y sectores de actividad, a los que se les planteó, más o menos, la pregunta que encabeza esta columna.
A través de una metodología rigurosa se identificó una serie de posibles respuestas y luego se las ordenó de acuerdo a la importancia que cada uno de ellos le atribuía en la explicación del fenómeno analizado.
La que ocupó el primer lugar en este ranking fue, para sorpresa de varios, la aversión que provocan en nuestros niños, niñas y jóvenes las clases de ciencias y de matemáticas en el colegio. Tan importante sería el “trauma” que esas asignaturas inducen en nuestros jóvenes que ahuyentaría todo ímpetu innovador, especialmente cuando éste estuviera fundado en resultados de la investigación científica y el desarrollo tecnológico.
Por improbable que pueda parecer hoy a algunos esta explicación, al menos hay que reconocer el mérito de relacionar la orientación, o la falta de ella, a la innovación de nuestra clase empresarial con el sistema educacional en el que estos empresarios fueron formados. Y se desprende de ella la imperiosa necesidad de reconciliar a nuestros niños y jóvenes con las áreas del saber que están en la base de las innovaciones de base tecnológica.
Es claro que nuestra pregunta inicial no tiene una respuesta sencilla y habrá que seguir indagando en ella. Pero lo que parece más importante, más que intentar explicar las razones de la no-innovación, es procurar la generación de herramientas de política pública que nos permitan revertir esta situación. Eso será objeto de una próxima reflexión.
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