Este mes, la sanación cuántica y el financiamiento de la investigación en Chile protagonizaron controversias que circularon por medios de comunicación y las redes sociales. Controversias que nos invitan a una reflexión con una larga historia.
Desde hace más de 3 mil años existen registros de una enfermedad que aprovechaba las pobres condiciones de higiene y alimentación: el escorbuto. Sus causas no se conocieron con claridad sino hasta comienzos del siglo XX, pero hay registros igual de milenarios sobre tratamientos. Por ensayo y error, se sabía que algunos alimentos (cítricos) permitían curarlo, conocimiento que se perdió y reencontró numerosas veces en distintos lugares y diversas épocas. El problema fue cada vez más notorio a medida que Europa, con nuevas naves y métodos de navegación, se aventuró mucho más allá de sus límites desde el siglo XV en adelante. Los largos viajes y la falta de alimentos frescos hicieron del escorbuto un problema particularmente serio entre sus tripulaciones.
A fines del Renacimiento, en Italia, Galileo Galilei, preocupado del movimiento de los cuerpos, el lanzamiento de los proyectiles, y la oscilación de lámparas desde el techo, sentó las bases de lo que hoy consideramos el pensamiento científico moderno: cuestionar, dudar, hacerse nuevas preguntas, experimentar, buscar soluciones sistemáticamente, expresarlas matemáticamente. Un legado que impactaría a mucho más que la Física.
Porque el escorbuto seguía siendo un problema. Desde 1740 a 1744, una expedición británica al mando de George Anson emularía la hazaña de Hernando de Magallanes y circunnavegaría el globo. Aunque con terribles costos: sólo 188 personas sobrevivieron de los 1854 originales, mayormente por culpa del escorbuto. 3 años después, en 1747, el médico escocés James Lind, cirujano del buque Salisbury, enfrentó el problema sistemáticamente, por primera vez.
Tras dos meses de navegación la tripulación era afectada por el escorbuto, y Lind hizo un experimento: separó a los enfermos en seis grupos de dos personas, que fueron todos alimentados de la misma manera, con algún agregado diferente para cada grupo, en porciones bien definidas, tales como cidra, vinagre o agua de mar. Un grupo recibió dos naranjas y un limón. A los 6 días, ese grupo tuvo los mejores resultados: un marinero completamente recuperado, y el otro casi. La estrategia de Lind, una manera organizada de evaluar si un determinado tratamiento es efectivo o no, es considerada el primer ensayo clínico de la historia, una de las bases del conocimiento actual en el área de la salud, que nos permite validar estrategias de sanación.
Así hemos aprendido a llegar, desde un conocimiento impreciso, intuitivo, esporádico, a un tratamiento específico, considerado seguro, y con una explicación que se apoya en otros conocimientos también establecidos con rigor. Por supuesto, los proyectiles de Galileo y los seres humanos de Lind son entidades muy diferentes, los primeros mucho más sencillos que los otros, haciendo que la predicción de resultados también tenga alcances diferentes. Pero hemos aprendido, poco a poco, que hay maneras (que hoy llamamos científicas), de establecer causas y efectos en ambos dominios.
Por ello la noticia que mezclaba en una imagen la sanación cuántica con el Ministerio de Salud causó polémica, porque contradice toda esta experiencia anterior. No porque sea una terapia sin validación científica (¡muchos tratamientos han comenzado así!, como el mismo caso del escorbuto), pero es la investigación la que nos permite distinguir entre modelos, estrategias o tratamientos.
Por eso también es irónico que esta noticia haya aparecido unos días antes que otra, también relacionada con el ámbito científico: la polémica sobre la asignación de los principales fondos de investigación del país a través de Fondecyt. Como Galileo nos incentivó a hacer, es importante cuestionar, y ello cobra especial importancia cuando se trata de fondos públicos. Pero la polémica también llegó al cuestionamiento de algunas áreas de investigación como más válidas, útiles o serias que otras.
El debate no se puede cerrar en 800 palabras, pero es importante tener presente que mucho de nuestro conocimiento y estilo de vida actual, proviene de una pregunta inútil o poco seria. A diferencia del escorbuto, no había ningún problema de vida o muerte en preguntarse en 1736 si era posible cruzar todos los 7 puentes de Königsberg sin repetir ninguno. La solución de Euler a ese problema significó la aparición de una nueva área de la Matemática, la topología, que hoy nos permite comprender y diseñar nuevos sistemas (materiales topológicos) con revolucionarias posibilidades en el campo de la electrónica. Sales de uranio que dejaban registros sobre placas fotográficas incluso en la oscuridad, gatillaron preguntas en Marie Curie que la llevaron a descubrir nuevos elementos y estudiar la radiación al punto que hoy tratamientos médicos se basan en dicho conocimiento para salvar vidas todos los días. En nuestras escuelas se usan estrategias educativas derivadas de investigaciones de décadas sobre cómo pensamos, aprendemos, o nos relacionamos socialmente.
De a poco hemos desarrollado herramientas para saber, por ejemplo, en qué tratamientos podemos confiar. Pero para progresar en ese conocimiento, necesitamos también apoyar la investigación, con altos estándares de transparencia y responsabilidad siempre, y atrevernos a hacerlo también cuando sus aplicaciones no sean evidentes.
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