Flaite

“Desgraciados, tropa de cobardes, de imbéciles. Es una agresión cobarde, entre cinco, seis o siete flaites le pegaron en el suelo a una persona por nada. Y que esos queden todos libres… ¡De qué cuarentena estamos hablando, de qué país estamos hablando!”

De un país de flaites estamos hablando. Hace rato.

Más allá del round televisivo del que emergió esta frase hace unos días, que el término flaite haya liderado los comentarios en redes sociales y conversaciones en casa, fue por un escarmiento colectivo e inconsciente de todos nosotros.

Como jueces y partes, culpables e inocentes, presenciamos la consolidación de un ethos en Chile, una forma de comportarnos que ha tomado un par de décadas en desarrollarse y dar sus frutos.

Frutos podridos, por cierto.

Todo comenzó con la idea de que la alegría ya viene. Genuinamente esperanzados, los 90 iniciaron con el espíritu de que sí era posible renacer después de la dictadura. El pueblo ahora tenía la oportunidad de sanar su fractura profunda, de sangre y lágrimas, ante un nuevo amanecer.

Pero el pueblo se traicionó a sí mismo.

Muchos dirán que nosotros fuimos los traicionados por aquellos que creían en las cosas “en la medida de lo posible”. Que ellos poco a poco fueron vendiendo al país, y de paso, sus almas.

Pero quienes también se vendieron fuimos nosotros, y ese, es el origen todo lo que hoy nos aqueja.

Los 90 fueron el momento de no permitir que el árbol creciera torcido, sin embargo el pueblo, mandatado a ser ciudadano, negó su responsabilidad y decidió transformarse en consumidor. ¿Dónde estábamos en los 90? ¿Pensando qué país queríamos en educación, en salud, en pensiones, en vivienda?

No. Estábamos en el mall.

La castración cultural de la dictadura fue mucho más profunda de lo que pensábamos. Ellos no sólo nos quitaron la democracia, violaron lo más sagrado que teníamos, que era nuestra identidad.

Al comenzar los 90, presos del miedo y desorientados, las lógicas del capitalismo nos sedujeron como un lobo con piel de oveja. Si no sabes quién eres, compra. Si quieres que te reconozcan, compra. Si no sabes cuánto vales, compra. Y si no tienes, endéudate.

El chileno en los 90 no sabía quién era. Su identidad había sido truncada, sus raíces cortadas y su futuro, un lugar donde el dinero era la llave de entrada.

¿Ser ciudadano? ¿Qué es eso? De un ser sencillo y austero, el chileno pasó a ser un sujeto frívolo y aspiracional.

El centro comercial reemplazó a la plaza pública y es ahí es donde el flaite se comenzó a gestar.

Entre otros orígenes, el término flaite provendría de un modelo de zapatillas, el Air Flight, que en su versión pirata denominada al revés Flight Air, derivó en el nombre flaiter y así flaite. Muy populares en jóvenes de escasos recursos, fueron un símbolo de estatus en su comunidad emulando la estética de grupos similares de barrios marginales en Estados Unidos.

Es que eran zapatillas caras. Aunque fueran falsas.

La cultura de las apariencias comenzó a pudrir a este país y ya comenzando los 2000 todo aquello que fuera extranjero y de aspecto caro se transformó en un fetiche para todas las clases sociales. Las fuerzas de la globalización, el cable, la irrupción de Internet y la industria cultural facilitaron el adormecimiento social que fue cómplice de gobiernos pusilánimes a la hora de dirigir la construcción de un país sustentado en su propia cultura.

Fue así que nació el ethos flaite, una visión cultural que trascendió el arquetipo del sujeto pobre y sin educación cuyas metas sólo eran robar y drogarse; se convirtió en la figura de lo indeseable, receptor de todos los pecados de acción u omisión, encarnando en sí las faltas éticas, la inconsciencia, la irresponsabilidad, la idiotez y el egoísmo, en eso se transformó ser flaite, en un paria.

La exoculpa adornó los 2010. El otro era el flaite. El mal educado, el vulgar, el individualista, el de mal gusto. Es que este país es penca, son todos indignos, mala clase. Comenzamos a subestimarnos, con la repulsión con la que se mira a un flaite de reojo. Atribuimos al resto la responsabilidad del derrumbe que sabíamos se avecinaba.

El ethos flaite comenzó a colonizar el ethos nacional.

Hoy, en la era de las selfies y de los likes, el flaite se miró al espejo y encontró su reflejo en todos nosotros. El adormecimiento social terminó y dio inicio a un despertar de fuego y sangre en octubre. Decidimos no tolerar más la mediocridad del Estado.

Pero ¿Hemos decidido reconocer nuestra propia mediocridad?

Si tenemos el gobierno que tenemos, con el desastroso manejo de esta pandemia y toda la crisis que ya está en curso, es por nuestra responsabilidad. O culpa, como lo queramos ver.

Los políticos no están ahí ni lo han estado por obra y gracia de la magia, han dirigido nuestro país con su show mediático, falacias y corrupción porque nosotros los hemos elegido, año tras año. Y elegir no es necesariamente el voto directo, es no participar de lo cívico, es limitarse a opinar en redes sociales, es no tener sentido de lo público, es no fiscalizar, es sólo criticar sin construir. En resumen, por ser flaites.

Un país de flaites dirigido por flaites, suena congruente.

Tal vez sea tiempo que comiencen las incongruencias.

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