Algo para recordar

El 24 de junio se conmemoró, en la sala de la Caja los Andes, el 70º aniversario del Teatro Experimental de la Universidad de Chile.

En Francia, Italia o España, un hecho así se habría traducido en feriado nacional, publicaciones de libros, programas especiales, presencia de las autoridades, centenares de artículos en la prensa.

En Chile, ni siquiera hubo una mención y tampoco acudieron o enviaron saludos los Ministros de Cultura o Educación, los rectores universitarios, personeros relacionados con el tema, sujetos que disertan sobre nuestra historia, directores de escuelas y academias, en fin, gente que debe lo que es a esa institución.

Porque el Teatro Experimental fue, tal vez, el mejor de Sudamérica y, sin duda, uno de los mejores del mundo.

La sola enumeración de la deslumbrante cadena de sus producciones, del alcance y difusión de ellas, de los directores, actores, iluminadores, vestuaristas y escenógrafos que tuvo, deja pasmado.

En cuanto a su repertorio, no hay palabras para expresar este milagro: los clásicos españoles, Shakespeare, Moliere, Ibsen, Chejov, Shaw, O’Neill, Wilder, Brecht y un larguísimo etcétera.

Pero hay algo aún más asombroso: cuando la palabra globalización apenas se usaba, el Teatro Experimental montaba piezas clave de la dramaturgia actual, en forma contemporánea al estreno en Europa o Estados Unidos: Las brujas de Salem, de Arthur Miller, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de Albee, Marat-Sade, de Weiss, El rinoceronte, de Ionesco y muchas más.

Tan importante como lo anterior fue el rescate de grandes autores chilenos, como Germán Luco Cruchaga y Armando Moock o la realización de obras de nuevos dramaturgos nativos, como Fernando Cuadra, Alejandro Sieveking, Egon Wolff, Isidora Aguirre, María Asunción Requena y una extensa lista de creadores.

Por si esto fuera poco, el Teatro Experimental recorría todo el país, de modo que los habitantes de las ciudades más alejadas tenían acceso, muy barato o gratuito, a espectáculos de jerarquía internacional.

Como bien lo dijo Juan Andrés Piña en el acto conmemorativo, esta agrupación única es parte de la identidad nacional y de nuestra memoria histórica.

También lo son el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, el de la Universidad Técnica del Estado –actual USACH- o la Compañía de los Cuatro -Orieta Escámez, Héctor y Humberto Duvauchelle-, que hicieron posible una riquísima vida en las tablas, desplegada por todo el territorio nacional.

En el presente, todo esto sería una utopía, por la sencilla razón de que antes de 1973 el Estado, principal agente económico, proveía empleo, salud y educación gratis. Y acceso a la cultura a precios moderados o sin pagar nada.

En la llamada economía social de mercado, cuando somos el país más próspero del continente, todo esto parece el cuento de un idiota lleno de ruido y furia que no significa nada.

Hoy simplemente no existe un teatro de repertorio en Chile y es impensable que lo volvamos a tener.

Hay, claro, conjuntos que subsisten, como el Teatro Nacional, heredero del Experimental u ocasionales puestas en escena de calidad, pero duran, como mucho, un par de semanas, pasan inadvertidas y para verlas uno tiene que estar muy enterado, porque son casi clandestinas y por lo general se efectúan en lugares extraños, inapropiados o remotos (buses, estaciones abandonadas, edificios derruidos, cárceles, recintos siniestros, salas ad hoc y sitios por el estilo).

A simple vista, parece curioso que el Teatro Experimental y su sucesor, el Instituto del Teatro de la Universidad de Chile –ITUCH- haya sido aniquilado después del golpe militar y no haya sucedido algo similar con la Orquesta Sinfónica, el Coro y el Ballet Nacional Chileno, también dependientes de esa casa de estudios.

La explicación de tal fenómeno corresponde a los especialistas en la materia, aun cuando podría aventurarse que un régimen que intentó suprimir la actividad política, desprestigiando incluso a la misma palabra –los Señores Políticos- no podía mirar con buenos ojos un arte que requiere, como mínimo, participación consciente de la ciudadanía.

Con todo, el panorama dista de ser negativo.

Entre los héroes y heroínas vivos de la gesta que comenzó con el Teatro Experimental, los actores y actrices que le dieron sentido, la mayoría, ya muy maduros, pero vitales, continúa con proyectos que iluminan el alicaído panorama cultural chileno.

Es conmovedor y refrescante asistir a sus recitales, verlos y escucharlos cuando se presentan, es estimulante comprobar su vigencia, su falta de resentimiento, su modestia, su total entrega a la incomparable experiencia que es la representación de un drama.

Hoy por hoy, la cantidad de jóvenes que estudia teatro es increíble. La bullente cartelera santiaguina, por más esporádica, dispersa, inestable o fragmentaria que sea, desmiente los diagnósticos pesimistas.

Todos los que toman parte en ella son sucesores de la tradición que dejó el Teatro Experimental. Que sean buenos o malos es otra cosa, pues el mero hecho de que decidan dedicarse a una profesión nada de remunerativa, en el Chile del presente, es mucho más significativo de lo que parece.

Y que los medios de comunicación no hayan dicho una sola palabra acerca del 70º aniversario del Teatro Experimental no es, después de todo, tan grave.

Ya sabemos que ahora los medios de comunicación no informan, no entregan noticias, no proporcionan a las personas un mínimo conocimiento de la realidad.

Es ridículo, quizá, pedirles que recuerden a los hombres y mujeres que han contribuido, de manera profunda y duradera, a forjar nuestra identidad cultural.

Prefieren, desde luego, destacar a figuras que ni siquiera saben hablar, que carecen de todo talento, que a veces apenas saben escribir sus nombres.

Y así como no podemos pedir peras al olmo, sería entonces absurdo exigirle, a la prensa o a los funcionarios del poder, que hagan un mínimo esfuerzo de memoria para reconocer a estos hombres y mujeres que sí dejaron y siguen dejando algo para recordar.

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