La política se ordena, a mi juicio, en tres niveles: el primero, y por cierto el más importante, es el de las ideas sustentadas en el concepto de ideología; el segundo es la acción, que a su vez define una praxis, una forma de hacer las cosas, la administración de lo posible, incluso cediendo en parte a las propias ideas en pos de un objetivo estratégico; y la tercera es la fuerza, lo que caracteriza la obtención de las mayorías que permitan el acceso al poder, y con ello la ejecución de los niveles precedentes. Un justo y equilibrado ejercicio de estas tres dimensiones nos hace comprender mejor el derrotero deontológico de la política en su funcionalidad social, porque mientras la ideología da sentido y orienta, la pragmática negocia y adapta, y el acceso al poder impone e instala.
Veamos. La ideología es lo que sostiene a un movimiento político, acaso lo que la define y la diferencia. Es verdad que, desde la caída de los socialismos reales, o el anuncio del "fin de la historia" de Francis Fukuyama, desconfiamos cada día más del concepto y, entre las nuevas generaciones incluso, pareciera una palabra en desuso. Lo cierto es que la ideología está plenamente vigente, por mucho que hoy las corrientes ideológicas o el flujo de las ideas en su mayoría transiten libremente entre distintas tendencias filosóficas o sociológicas.
La división excluyente de los modos de comprensión del mundo sin duda va en retirada, aunque de cuando en cuando advertimos la emergencia de nuevos ideologías transformadas en ideologismos tendientes a la cancelación, la exclusión y la pretensión de erigirse como verdades absolutas o la consagración de un sistema cerrado de soluciones mágicas. Las ideologías hoy parecen tener una mejor convivencia, las ideas de la socialdemocracia de distinto tono y o el liberalismo hoy permean las más importantes corrientes políticas del mundo, la moderación, el equilibrio entre lo social y la consagración de las libertades individuales no parecen ser patrimonio de nadie en particular, por el contrario, la base de las sociedades más avanzadas.
Pero ¿por qué se ve tan debilitada la democracia hoy? ¿Por qué los grandes acuerdos que parecieran hoy estar sustentados en la dosis justa de socialismo y liberalismo -como la vemos en Europa Occidental, con estado de bienestar- donde aún existen en democracias avanzadas, existen aún sectores que miran con añoranza los extremos ideológicos como por ejemplo aquellos que abogaron alguna vez por la dictadura del proletariado o el autoritarismo político o la economía centralizada, o a su vez, por aquellos que aún defienden el conservadurismo ultramontano, un liberalismo económico a ultranza, el odio racial o, lisa y llanamente, la ausencia de estado, como muestra de algunas de las características más nefastas del fascismo o el comunismo del siglo XX?
Creo que son las otras dos dimensiones las que explican que, a pesar de los grandes acuerdos políticos orientados a una socialdemocracia moderna o liberal socialismo, con los equilibrios preciso de bienestar ciudadano y libertades económicas y políticas en el mundo desarrollado o en vías de desarrollo las que hacen falta en la ecuación final. Son la falta de pragmatismo y al desenfreno por el poder a cualquier precio, la febril borrachera que parece desorientar a algunos sectores de la sociedad para arremeter con el surgimiento de un populismo facilista y arrogante propios de los peores tiempos de la humanidad.
Lo anterior es lo vemos a diario en el ejercicio política internacional, con la lamentable secuela de odio y violencia, como también en la escena local con sectores partisanos que parecieran edificar su propia existencia la posesión de una verdad redentora, lo que no es muy distinto al espíritu sectario de las religiones. Hoy la praxis política parece extraviada, al parecer el cálculo de lo posible sucumbe ante los egos de personalidades desbordantes de hegemonismo. Es más importante la propia ideología que el bien común. Cuando esto ocurre, generalmente al final no son posible ni una ni la otra cosa, no es posible el advenimiento ni siquiera de las buenas ideas en la política, si es que éstas efectivamente pueden ser una solución a los problemas sociales.
Buen ejemplo de aquello pueden ser el modo de estructurar un relato político que adscriba a crecientes estadios de participación democrática y justicia social, en la construcción de un estado de bienestar que consagre los derechos ciudadanos, pero que en su desmedido afán de instalar ese mensaje finalmente terminemos cediendo el necesario espacio político de los cambios a los adversarios sólo por tener la incapacidad de negociar, de renunciar a sus legítimos derechos de ser electos en desmedro de un fanatismo a ultranza por una posición partidaria. En el proceso de la primaria oficialista, por ejemplo, el triunfo de la candidatura del Partido Comunista precisamente, por lógica política, podría permitir a sus adversarios aumentar sus chances en primera vuelta. Si el desafío del progresismo, como lo señaló Lautaro Carmona hace unos días, es derrotar a la derecha, el triunfo de Jeannette Jara en las primarias sin duda va en desmedro de ese objetivo. Lo lógico hubiera sido quizás, lo más "pragmático", lo recomendable, pensando en los objetivos de mediano y largo plazo en un supuesto gobierno que desea promover mayores cambios sociales, haber apoyado desde el primer minuto la candidatura del Socialismo Democrático, que de acuerdo a casi todos los análisis, tenía mayores posibilidades de ser electa frente a la derecha en noviembre, y así, eventualmente continuar siendo parte del gobierno para implementar las reformas políticas propias de sus ideario.
Parece lógico. Pero no. Es preferible levantar candidaturas propias, quizás más o menos testimoniales con o sin posibilidades de ganar en estas instancias a cambio de ser gobierno con la coalición que haría posible la implementación de sus ideas, quizás no con el mismo ritmo, pero sí con mayor seguridad. Por el contrario, en la vereda del frente, el triunfo de la derecha "más extrema", eventualmente, podría facilitar que muchos electores de centro, desprovistos de ideologías, descolgados de los compromisos políticos vinculantes y partidarios, prefieran una candidatura más moderada, poniendo en riesgo el proyecto político de su propio sector. Debo reconocer, sin embargo, que es cierto que no son sólo las ideas ni el poder lo que mueve a los partidos, que hay otras motivaciones igual de legítimas. De ahí las candidaturas testimoniales, que sirven también para negociar posteriormente participaciones en instancias claves o el acceso a cuotas de poder en eventuales gobiernos para asegurar candidaturas parlamentarias o municipales o, lisa y llanamente, para tener el nombre del partido instalado en los medios de prensa, para que la gente se acuerde de la marca que marca su existencia. Pero al final, todo partido debe tener como objetivo la conquista del poder, sino para qué serviría tener ideologías.
La otra dimensión que pareciera quedar al debe es la necesidad de acceder al poder a casi por cualquier precio. Lo que antes significaba un filtro en los partidos políticos o en las organizaciones que detentaban ciertas ideologías, o cuya reflexión resguardaba un cierto ethos sociológico, doctrinario, económico o filosófico, cuya institucionalidad guardaba con celo y rigor, hoy no existe. Cualquier hijo de vecino, mientras sea popular y atractivo para las masas, puede ser su abanderado, cualquiera que el colectivo estimase garantice una cierta votación, será susceptible de ser su candidato. La vista gorda pasa a ser el ejercicio natural de la política, los errores propios se minimizan al máximo por la sencilla excusa de las encuestas, los mismos que en los adversarios parecen pecados mortales, en los amigos son apenas una migaja. Da lo mismo si representa o no mis ideas, las ideas y miradas de nuestro conglomerado, si la solidez de sus posturas son o no el fiel reflejo de una manera de pensar o de hacer política, da lo mismo si es un personaje de un reality show, un reguetonero o influencer; un actor de teleserie o un futbolista, da igual; que sea un empresario famoso, un magnate inmobiliario, un energúmeno de frase hechas y populares, un prestidigitador de solucionáticas facilistas, un racista, un nostálgico de liderazgos autoritarios, un misógino o un criminal de guerra, es indiferente; lo importante es el poder por el poder, acceder a los cupos que entrega la democracia por arte y obra de magia de la popularidad y las encuestas, no importa que el personaje nos haga arrugar la nariz por desconfiar de su calidad humana, lo importante es cuánta gente convoca, a cuántos entusiasma, a cuántos engatusa, pensaremos mejor a cuántos de los nuestros les permitirá ocupar un sitial en la mesa del gabinete o en el hemiciclo del Congreso o en los atractivos espacios que la administración pública nos reserva.
Pareciera que el justo equilibrio hoy está en la construcción sincera de una política ética, donde los adversarios no sean enemigos, donde la sensatez de las ideas converse con el diálogo y el respeto cívico; donde pongamos por encima de nuestras propias ambiciones las ideas para una sociedad más justa para todos. Poner en el centro a la gente en la solución de los problemas cotidianos, pero no en función de ideas fáciles sino en ideas posibles surgidas del encuentro y de los acuerdos, donde las mayorías respeten la disidencia, y la disidencia respete a las mayorías.
Los mecanismos de las democracias sólidas y maduras necesitan partidos serios y responsables que sepan cumplir su rol, dirigentes políticos sacudidos de su ensimismamiento, porque la política y la democracia como eficaces mecanismos de soberanía y gobierno participativo, son y deben seguir siendo la solución para nuestros problemas colectivos y no el despropósito partisano de aquellos que elegidos, no sé por qué Dios, creen tener la varita mágica del bienestar de los pueblos, como si de verdad los pueblos fueran un rebaño de mansas y torpes ovejas encantadas por la desmesura y el fanatismo.
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