Los independientes, los partidos y la fragilidad de la democracia

En tiempos de fatiga democrática, no son pocos quienes sucumben a la tentación de imaginar una política sin partidos. Hoy esa pulsión se encarna en la fascinación por los independientes, presentados como virtuosos outsiders capaces de renovar la vida pública al margen de la llamada "vieja política". La promesa es seductora, ser un vínculo directo entre ciudadanía y poder, despojado de intermediaciones supuestamente corruptas o inútiles. Pero la historia política y la ciencia social nos advierten con contundencia que la democracia moderna, plural y compleja, no sobrevive sin partidos políticos.

Desde el siglo XIX, la expansión del sufragio y el surgimiento del Estado moderno hicieron de los partidos vehículos instrumentos indispensables para canalizar los intereses, estructurar la competencia y dotar de legitimidad a la representación popular. Alexis de Tocqueville comprendió tempranamente que sin cuerpos intermedios -asociaciones, partidos, sindicatos- la democracia se degrada en la tiranía de mayorías o en el predominio de facciones inorgánicas. Más tarde, Giovanni Sartori y Juan Linz mostraron que los partidos no son meros aparatos electorales, sino que instituciones de agregación de preferencias, socialización política y control de la responsabilidad gubernamental. Los partidos cumplen funciones insustituibles, que dan coherencia a la deliberación pública, que permiten la institucionalización pacífica del conflicto y otorgan continuidad a la gestión estatal.

Los independientes, en cambio, suelen carecer de arraigo programático, de responsabilidad colectiva y de la capacidad de sostener mayorías estables. A menudo, su fortaleza radica en la adhesión emocional o el carisma personal, pero se traduce en proyectos fragmentados, alianzas efímeras y dificultades para gobernar. La experiencia latinoamericana reciente es clarísima, allí donde la política se ha desbordado de personalismos o candidaturas desarticuladas, la fragilidad institucional se profundiza y la confianza ciudadana se erosiona aún más.

Esto no significa negar el valor de las voces independientes. Bien canalizadas, pueden revitalizar agendas, renovar liderazgos y tensionar a los partidos para que se abran, se modernicen y se hagan cargo de sus propias carencias. Pero sustituir la infraestructura partidaria con una suma de voluntarismos individuales es, en rigor, una invitación al desgobierno.

Defender la centralidad de los partidos no implica idealizarlos. La crisis de confianza es real y exige transformaciones profundas hacia una mayor democracia interna, transparencia financiera, rendición de cuentas y conexión con los territorios y comunidades que dicen representar. Pero la respuesta no es demolerlos, sino regenerarlos como espacios de formación cívica, de articulación programática, de formación de cuadros y deliberación plural. La democracia representativa necesita intermediación para no extraviarse. Sin partidos, se debilitan los contrapesos, se diluye la responsabilidad y se refuerza la tentación autoritaria. En última instancia, el verdadero desafío no es abolir la política organizada, sino reconstruirla con rigor republicano y sentido de lo común. Porque sin partidos, la democracia no se purifica, si no que se desvanece.

  • Linz, J. J. (1997). Crisis, breakdown, and reequilibration. Johns Hopkins University Press.
  • Sartori, G. (2005). Parties and party systems: A framework for analysis. ECPR Press.
  • Tocqueville, A. de. (1835). Democracy in America. (H. Reeve, Trans.). Saunders and Otley. (Trabajo original publicado en 1835).
  • Mainwaring, S., & Scully, T. R. (Eds.). (1995). Building democratic institutions: Party systems in Latin America. Stanford University Press.
  • Levitsky, S., & Ziblatt, D. (2018). How democracies die. Crown Publishing Group.

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