Comer es una pesadilla

Una de las pocas gracias que nos quedan en Chile son nuestros incomparables productos del mar, del agro, de la ganadería, pero todo ello corre peligro de sumirse en el olvido gracias a la crítica gastronómica y los comentarios sobre restaurantes.

Creadas en los años 70 y 80 para gente que no sabe comer -los ingleses y norteamericanos- estas crónicas les decían a las personas qué pedir, qué tomar, qué locales elegir, cuáles eran las combinaciones de guisos, frutas, verduras, carnes, cómo debían aliñarse las ensaladas y otra serie de normas para pasarlo bien si uno salía a comer. O para creer que lo estaba pasando bien si uno deseaba divertirse un rato, sin complicaciones.

Hoy por hoy, todo eso se ha olvidado, ya nadie sabe qué le están sirviendo y ni siquiera se da cuenta si logra disfrutar de las extrañas, insólitas, a veces abominables preparaciones que los chefs inventan.

En otras palabras, nos pasan gato por liebre y quedamos felices o simulamos quedar felices debido a los delirantes artificios de los nuevos gurús de la industria de la buena mesa.

Por si fuera poco, estos maîtres d’hôtel ostentan doctorados universitarios, prácticas en establecimientos internacionales, grados jerárquicos -tocques blanches, cordon bleu, etc.-, de modo que parece imposible discutir su autoridad o cuestionar su competencia.

Sin embargo, no hay un solo lugar en Santiago, ni en el resto de Chile, donde, a las 11 de la noche como hora tope, no se nos acerque un mozo -el chef ya se ha retirado, su jugosa propina está incluida en la boleta- para decirnos: miren, no los estamos echando, hay que hacer la caja, entonces les traigo la cuenta, no es para que se vayan…

Desde hace bastante tiempo comer afuera se ha convertido en una real pesadilla. Y por varias razones. Por muy recomendado que sea un local, nadie sabe qué es lo que va a encontrar. Pero, sobre todo, nadie tiene la menor idea qué es lo que va a comer, por más que siga las estrellitas que califican no sólo aquello a lo que uno va, es decir, comer, sino la ambientación, el decorado, la música de fondo, los muebles, las flores y claro, cosas tan intangibles como la atención, las maneras, hasta la forma de mirar de los garzones.

Son frecuentes recetas como calamares en salsa bèharnaise con reducción al aceite virgen, acompañados de masa philo bouillonée y julianas caramelizadas de aubergine (o sea, zapallitos italianos), créme Parmentier tout court (o sea, sopa de papas), potage Martinon (o sea, sopa aderezada con croutons), turbo en ratatouille de melanzane (o sea, berenjenas) junto a castañas almibaradas en sucre et sel en leves estratos de coco, todo bañado en infusión de champaña, confit de magret (pato) au liqueurs d’orange, poulet thai con sautée mixto de artichokes (o sea, alcachofas) y berros irlandeses…De postre, puede ser Mont Blanc éblouissant au caramel (o sea, helado con ron al fuego) o un toque folclórico, Volcán Llaima en sorbete de frutos del bosque.

Los vinos que se imponen son el Carmenère o el Syrah, estrictamente de una viña muy esotérica, por ejemplo, Cayumapu y, en el caso del Merlot, el accesible Delirio de Botalcura, valle del Maule. El cabernet se bate en retirada, a menos que sea una cosecha del año 1911, a 500 mil pesos la botella.

Si todo esto no es un disparate y, peor aún, un disparate habitual, que se ve a diario, es difícil, cuando no imposible, saber entonces qué es un disparate. Por supuesto, hay quienes piensan que una degustación de manjares indescifrables es el súmmum de lo civilizado, el non plus ultra de la cultura urbana y la sofisticación. Inmersos en el paroxismo de la siutiquería, son personas que practican con fruición el consumo conspicuo u ostentoso, ese rasgo perverso del capitalismo que Thorstein Veblen definió magistralmente en La clase ociosa.

Las cuentas, naturalmente, son siderales y es de pésimo gusto siquiera mirarlas, ni qué decir tiene, estudiarlas. Se pueden gastar fortunas, aunque por ningún motivo se debe arrugar el cejo, sea cual sea la cantidad a pagar. Así, se arruinan familias enteras y se sale de pésimo genio.

La despedida con que los encargados saludan al final nunca debe tomarse como ironía, aun cuando lo es, y muy profunda: ¿todo estuvo bien? ¿les gustó la comida?

La verdad es que no, no le gustó a ningún comensal, pero nadie se atrevería jamás a decirlo. La verdad es que todos abandonan el fastuoso, excéntrico, inopinado restaurante con unas ganas locas de devorar un completo, una cazuela, porotos granados, charquicán, lo que sea que llene un poco el estómago, pero está tajantemente prohibido decirlo.

La verdad es que el hedonismo no tiene nada de malo, comer bien es un gran placer, compartir momentos con amigos o personas queridas en un sitio de categoría es una feliz experiencia y volver después a la casa contento es lo mejor que a uno le puede pasar.

No obstante, derrochar una fortuna por puro arribismo o sin tener idea por qué se hace, es pasar un mal rato por puro gusto.

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