Negrito le dijeron - a veces pelado - siempre lo entendió como un apodo callejero, de afecto y de complicidad, obviando cualquier resabio racista o de menoscabo al color de su piel o al diseño de sus rasgos. Como patito feo, si bien nunca fue picoteado en el ojo, tampoco se vio libre en el corral.
Este pasado medio ingenuo, tiene como testigo a otras voces más beligerantes como son la del negro curiche, indio o roteque, que siempre escondieron una rabia étnica sintetizada, que no es solo racial o del color de piel, también da cuenta de los orígenes de los padres, abuelos y de su pedigrí. A la discriminación por el color de piel se sumaba la de un clasismo socioeconómico.
Los mapuches rurales y urbanos fueron y son el depositario de un racismo afianzado desde un Estado que buscaba insertarse en una concepción eurocentrista y de dominación, que abrió sus brazos racistas con la “chilenización” de los indígenas andinos de Perú y Bolivia.
Este dolor crónico no es solo en contra los pueblos originarios, también sobre aquella amalgama de inmigrantes que procuran escapar de la pobreza de sus países de origen, que se fueron transformando en una importación no tradicional, que alimentan el neoliberalismo y el tráfico moderno de seres humanos.
Solo una pandemia impuso un freno al capital criollo que articulaba un combo racial del tránsito de inmigrantes, trabajos precarizados y guetos urbanos.
La discriminación está instalada y ella se hereda a través de esa memoria llamada cultura. Ahora también peruanos, ecuatorianos, colombianos, haitianos y afro descendientes son el nuevo blanco del Chile ario.
Investigadores como Francisco Rothhammer en Chile y su amplia investigación en genética y de historiadores locales, afirman que la presencia de africanos afincados en Chile provenían del África subsahariana, que no colindan con el mediterráneo, como Angola, Tanzania o Etiopía, entre muchos otros.
Los nuevos visitantes, esos de piel oscura, fueron hábiles mineros, otros formaron parte de las filas en las huestes de San Martín cruzando la cordillera, provenientes de Lima o del Caribe. El trato de negros y negras también se daba en Chile, siendo ellos los nuevos sujetos de un mestizaje a través de nuestra historia.
Este crisol racial, es la nueva versión amplificada de aquellos sobre los cuales se ejerce un racismo directo y violento y que la historia oficial procuraba ocultar en un Chile homogéneo. Entonces, resulta plausible preguntarse cuál es la apariencia del chileno o chilena de hoy o cuál es su biotipo y sus atributos más característicos.
Chile genómico en el 2016 y otros estudios, nos confirman que la población de Chile es fundamentalmente mestiza, por lo tanto heterogénea. En ellas se observan que un 53% posee un ADN europeo, un 44,3% indígena americano y 2,7% africano. Por otra parte, el estudio “Prejuicio y Discriminación Racial en Chile” da cuenta que la población, en un 52%, afirma no poseer ancestros indígenas.
Resulta una ficción plantearse la pureza de una raza, que para el negacionismo implica una construcción ideológica o social sin sustento biológico, además de confuso. Para otros, en cambio, es más apropiado hablar de etnia y la amplitud cultural y geográfica que esta involucra.
Si la ausencia de pureza racial fuera una causa de discriminación negativa, que más pureza que la de los pueblos ancestrales como la de los mapuches, aimaras, pascuenses o de los mismos africanos. Por lo tanto, las razones de racismo trascienden a los puros rasgos, son también culturales, económicos e históricos.
La negación del mestizaje de la población chilena es la negación de su origen y diversidad y con ella su identidad social, sin distinguir si se es mapuche, mestizo o chileno. El advenimiento de una nueva Constitución nos pone en un pie similar a cuando en 1823 se abolió la esclavitud en Chile, en el marco de la nueva Constitución de ese mismo año.
Es hora de la integración multicultural efectiva y no solo nominal. La ciudadanía en su conjunto, alteró la correlación de fuerzas focalizada en la población, también se amplificaron sus rostros, hábitos y expresiones culturales que deben tener un reconocimiento explícito.
Como sociedad no podemos normalizar la intolerancia racial o étnica en contra de ningún habitante de nuestra geografía, menos con gritos de odio.
No actuar en coherencia contra aquellos discursos que fomentan el accionar ofensivo , no hacen más que resquebrajar el espíritu de una sociedad, sembrando desconfianzas e instalando el dolor, especialmente cuando no hay una justicia que recomponga el daño causado.
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