De rosas, perejiles y manzanas

Platón, que estimaba a las Musas -inspiradoras de la música y las artes- un “regalo divino, compañeras festivas y remedio contra la tontera y el embrutecimiento de los hombres”, llamó la “décima Musa” a Safo, que –junto al gran Alceo- había transformado en centro de la lírica griega a la antigua Lesbos, cercana a la legendaria Troya, allá por los años 600 A.C.

Aristóteles, sacudiéndose un poco el machismo, apuntaría: “Cada cual rinde honores a sus sabios…  y los habitantes de Mitilene honran a Safo, aunque fuese una mujer”.

Salvo por su destierro político en Sicilia (rebelión contra el tirano Pitaco), no abandonó aquella isla liberal y cosmopolita donde el género femenino gozaba de derechos. En Atenas únicamente las cortesanas o hetairas podían acceder a la cultura y la vida social.

Safo, oscilando entre la realidad y la leyenda e inspirada en cantos folklóricos crearía un universo poético ajeno a la ampulosa epopeya  consagrada a héroes y dioses: salmodias de difícil lectura, más necesitadas de adivino que de traductor, al decir de acerbos comentaristas.

Esa incruenta revolución estética desplazaría los marciales tonos de la épica y gestas militares hacia una poesía más íntima, sensible y delicada.

Nada queda de aquella ceremonial retórica cuando se pregunta:

¿Dónde están mis rosas, mis pensamientos,

mis lindos racimos de perejil?’

 Aquí están tus rosas, tus pensamientos,

tus lindos racimos de perejil.

Poemas para ser entonados entre amigos, isleños y universales, apenas distintos del habla cotidiana cuyas palabras visitaban sin temor a la maestra para asistirla en el impecable tramado de sus versos.

En Siracusa, siendo esposa del mercader Kerlilos tuvo una hija, Kleis y por su pronta viudez se convertiría en pudiente heredera.

Retornada del exilio, profesa como catequista en la ilustre Casa de las servidoras de las Musas donde las discípulas aprendían recitado, canto y elaboración de coronas y colgantes de flores, conviviendo todas en un clima favorable a la contemplación y disfrute del arte y la belleza.

Por sus motivos eróticos, cierta chismosa hipocresía intentaría descalificarla y sus textos también padecieron la "santa misoginia" de algunos abades al ser transcritos en conventos medievales. Mas los restos salvados del naufragio estético que significó la pérdida de sus libros reiteran su lozanía, solfeando querencias desairadas, doloridos adioses o pretéritos deleites.

Yo te amaba, Atis, una vez, hace mucho tiempo,

Tuve en mis brazos a una criatura deliciosa,

más linda que las doradas flores, Cleis, mi adoración.

Escritos en su personal estrofa sáfica, imitada más tarde por los latinos Horacio y Catulo, se conservan algunos Epitalamios, expresivos de sutiles oscilaciones del ánimo, deseos o intangible nostalgia; composiciones con zumbar de oídos, ojos empañados y pecho enmudecido.

Dulce madre mía, no puedo trabajar,


el huso se me cae de entre los dedos


Afrodita ha llenado mi corazón


de amor a un hermoso efebo


y yo sucumbo a ese amor.

Bucólica, invoca así a la amada ausente. 

Tanto superas a las mujeres de Lidia cuanto,

tras la puesta de sol, la luna de rosados dedos

aventaja a las estrellas.

El rocío derrama entonces sus alivios,

y florecen la rosa, la blanda hierba y el trébol

retoñado.

Sin embargo, el señuelo pasional no sería exclusivo sustento de sus atmósferas; holganzas más serenas le brindan el tarareo del agua entre los manzanos, la misteriosa luna llena o la estrella de la tarde que guía el regreso del ganado y devuelve al seno materno al niño y al cabritillo.

Igualmente, podía burlarse con sedosa ironía de los revoloteos de una doña incapaz de cortar las flores del deleite antes del ocaso de la existencia, o celebrar con pulcritud los donaires de alguna muchacha.

Dulce manzana que se ruboriza

prendida en lo más alto de la rama

donde tal vez la mano la descuida,

o no la olvida, no, que no la alcanza

Iracunda, execraría con hirviente rencor a  bellas o bellos engreídos.

Morirás, y de ti no quedará memoria,


y jamás nadie sentirá deseo de ti


porque no participarás de las rosas de Pieria;


oscura en la morada de Hades,


vagarás revoloteando entre innobles muertos.

Se dice que lamentaba el paso del tiempo, evocando el mito de Titono y Aurora. Ésta pidió a los dioses la inmortalidad para su amado olvidando incluir en la solicitud la eterna juventud. Por esa fortuita omisión, el desdichado Titono sin morir se hacía cada vez más viejo, encogido y arrugado, hasta terminar convertido en grillo. Y Safo, enfrentada al frescor juvenil de  sus alumnas, se reconocía de algún modo en él.

Desde la Antigüedad, pintores y escultores sintieron atracción por su figura: La Gioconda de Pompeya es un retrato suyo encontrado entre las ruinas de esa ciudad, y el renacentista Rafael Sanzio la incluyó en su Parnaso vaticano junto a Homero y Dante.

Una dudosa crónica, acaso surgida de sus propios poemas, describe a Safo lanzándose al mar desde la roca de Léucade, despechada por Faón el apolíneo seductor de féminas y diosas. Imagen muy propicia para la sensibilidad de los románticos del siglo XIX que, como Gustave Moreau, recrean y amplían su historia pintándola con el pelo largo y apoyada en aquel funesto promontorio.

Morirse debe ser malo pues si así no fuera los dioses morirían, pensaba Safo, el “más tierno pan cocido en los líricos hornos griegos”, según la singular metáfora entregada a la posteridad por un admirador anónimo.

Quizá un panadero amante de las letras.

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