Llegado el momento de bautizar sus creaciones la duda suele rondar al escritor. Así, La abadía del crimen o Adso de Melk fueron alternativas consideradas por Umberto Eco antes de nominar una de sus más leídas ficciones.
Finalmente, optaría por El nombre de la rosa.
Ambientada en una abadía benedictina de los Apeninos célebre por la grandiosidad de su biblioteca, esta narración medieval contiene frecuentes alusiones a un tal Dulcino. Y uno de sus personajes, el inquisidor Bernardo Gui, convencido que detrás de los homicidios ocurridos en el monasterio están sus antiguos adeptos, arranca a varios residentes la confesión de ser dulcinistas.
El novicio Adso, ayudante del perspicaz franciscano Guillermo de Baskerville, se pregunta: “¿Quién sería ese cura que aterroriza solo con su nombre?”
En brevísima síntesis, Fray Dulcino (1250-1307), hijo bastardo de un cura de Novara, descubriría su fe en una plaza de Pisa observando a un grupo de niños que, con ramos y velas encendidas, cantaban alrededor de un hombre de aspecto salvaje cuya espesa barba y una piel adherida al cuerpo evocaban a Juan Bautista; su áspera palabra advertía sobre la presencia del Anticristo encarnado en el Emperador Federico III.
De inmediato se integra a la secta del heresiarca Gerardino Segarelli, activista de la caridad y de la distribución de las riquezas, fiero impugnador de los sacramentos administrados por un clero corrupto, cultor del amor libre y adalid de la libertad de la mujer.
Muerto Segarelli, Dulcino asume la dirección del clan y continúa soliviantando a los excluidos de este mundo. Vivir sin trabajar, como los animales del campo, exigía este autoproclamado profeta del fin de los tiempos, de la llegada del Espíritu Santo y único apóstol de doctrina verdadera.
En Parma, conocerá a la gentil Margarita de Trento, futura amante y discípula. Y cuando sus forofos bordeaban el alarmante número de diez mil, el Papa Clemente V dispuso una cruzada para devastarlos. En la dispersión, un gran grupo se instala en una improvisada fortificación en el monte Rubello, al norte de Italia, donde sobrellevan un invierno de hambruna y cellisca.
Obligados a matar y robar para subsistir, recurrirían a medios extremos, sin negarse al horror de la necrofagia.
En junio del 1307, la Inquisición condena a Margarita a la hoguera. El flamígero espectáculo culminaría descuartizándola ante la presencia del derrotado líder a quien aguardaba idéntico suplicio; Dulcino admiraría al público asistente con su templanza y sosiego. Aunque Remigio, otro monje de Eco, asegura que, cuando mutilaron su nariz y lo castraron con alicates al rojo vivo, aullaba y pedía que lo ultimaran de una vez.
Como fuera, el viento se encargó de esparcir sus cenizas.
Asignaturas destacadas de su programa general fueron, crítica acerba a una autoridad eclesiástica desbaratadora del cristianismo con sus riquezas y testimonios de poder más que de santidad; liberación humana de toda coerción; pobreza y frugalidad; comunidad de bienes e igualdad de sexos; derecho de las mujeres a la prédica como los apóstoles.
Gracias a su línea de negocios estilo Robin Hood obtendría masiva resonancia entre los campesinos y fraticelli, franciscanos oponentes a los rígidos estatutos de la hermandad, aprobados tras la muerte de San Francisco. Singulares clérigos limosneros que, junto con declarar nulo el infierno y rechazar el matrimonio, creían posible satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios.
Por su anti-feudalismo y propuestas favorables a un mundo sin señores ni vasallos, Dulcino es estimado pionero de la Revolución Francesa; también del ideario anárquico y socialista. Además, Nietzsche lo juzga impecable ejemplo del Übermensch o superhombre: "dulce y despiadado, por encima de toda miserable moral, individuo capaz de colocarse más allá del bien y del mal".
Tornando a la novela. La misteriosa trama -religiosa y policial-, plena de aparentes suicidios y laberínticos crímenes, inserta prolongadas discusiones sobre la pobreza en general, y la de Cristo, en particular. Asimismo, acerca de si éste último reía o no como cualquier mortal.
El retrógrado Jorge Burgos, ciego y senil ex bibliotecario de la abadía, sostiene que Cristo jamás lo hizo. Por eso su obsesión por el libro II de la Poética de Aristóteles que juzgaba a la risa buena para la humanidad; quería incinerarlo por glorificar cosa tan despreciable. Contrariamente, para Guillermo de Baskerville –el Sherlock Holmes de esta fábula- reír es propio del hombre y a Cristo nada le impedía hacerlo.
Los paganos escribían comedias para el jolgorio. Cristo nunca contó comedias, sus parábolas enseñan alegóricamente cómo ganarnos el cielo. La risa, signo inequívoco de estulticia, sacude y deforma los rasgos de la cara y nos hace parecer monos, retrucaba el fanático Burgos.
Por su omnisciencia Cristo no habría reído porque, para el que las sabe todas, no hay asombro. Atendible argumento del cegatón pues el factor sorpresa es ingrediente clave de los chistes. Es la risa de la atónita Sara en el Viejo Testamento, cuando a sus bien cumplidos noventa años, Jehová la visita para avisarle que pariría un hijo.
Sin embargo, no era una broma, la prueba se llamó Isaac o el que hace reír.
En estas latitudes, donde comunitario suena demasiado fuerte para un cristianismo de baja ley inclinado a “creer” en la constitucional propiedad, el teólogo Jorge Costadoat reflexiona sobre el dilema de tener universidad gratuita o pensiones dignas.
¿Por qué no las dos? Se pregunta con audacia, y la interrogación concluye que si el país fuera cristiano, como se dice, ambas estarían financiadas y resueltas hace rato y sobraría plata, agrega con cierta ironía.
Los guardianes del orden y buenas costumbres macro económicas no tardarán en denunciar el extremismo de este esclarecido doctor, cuya libertad de cátedra e independencia académica, no hace mucho tiempo, fueran vulneradas en la Universidad Católica con su arbitrario despido.
¿Sería exonerado por dulcinista?
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