Descendiente de un duque adscrito a regañadientes al reinado de Budapest, en Hungría, Juan Scerecz Gyore llegó al puerto de Talcahuano a mediados de los '70 en un barco a la deriva que encalló en los roqueríos de la Isla Quiriquina, sin más sobrevivientes. Prudente como era, descendió del barco durante la noche y remó hasta el puerto, para desaparecer después en la bruma del invierno. Nadie fue testigo del desembarco que relato, descendió Juan con la cámara fotográfica al hombro y en las manos un archivador firmemente sujeto. Era un hombre delgado, levemente encorvado y al llegar lucía un fino bigote que echó abajo junto a un buen corte de pelo que se dio más tarde en una peluquería de la galería O'Higgins de Concepción.
Apenas un par de meses después, nuestro "lobo estepario" lucía un espléndido delantal blanco, como los nuestros de la época de estudiantes pero abotonado a un costado y hasta el cuello, con un gorrito también blanco como barco de papel en la cabeza. El encuadre rectangular era perfecto frente al mesón de despacho, como lo eran sus fotografías. En la mano, el príncipe húngaro agitaba una espátula de acero inoxidable, con la que desprendía y volteaba esas carnes redondas sobre el quemador a gas cuando nos daba la espalda, luego las punzeteaba para corroborar la cocción y les añadía pimienta para finalmente embadurnarlas con una lámina de queso, unos pepinillos dill cortados a lo largo y un trocito de tocino turgente.
Luego, cuando todo este material parecía a punto, la carne cocida, el queso derretido, los pepinillos tibios y el tocino al dente, tomaba con la espátula todo el contenido descrito y lo depositaba sobre un pan redondo que se entibiaba a la espera, con mostaza y cebolla cruda en cuadros no muy pequeños y sin amortiguar, para instalar encima la otra mitad del pan embadurnado con mayonesa industrial. Nunca pensó en preparar mayonesa casera, por sus difíciles experiencias con la autoridad sanitaria, como ya veremos.
Elementos complementarios de la receta para el mejor disfrutar eran los siguientes: el pan de buen diámetro, ni muy duro ni muy blando y sin mucha miga, suficiente para sostener los contenidos sin que se desmoronaran y sin obligar a partir el sándwich por la mitad, lo que habría constituido una herejía. La hamburguesa de Juan debía comerse entera y a dos manos. El kétchup al lado para su uso a destajo, ojalá con cada bocadillo, no en la hamburguesa puesto de una sola vez como la mostaza y la mayonesa, porque en el margen aquello podía conducir a que los contenidos resbalaran. Entonces kétchup en cada bocadillo era lo más seguro.
En aquellos años el Rich -así se llamó el lugar- ocupaba principalmente kétchup "Corona", resultado de una acuciosa exploración de Juan en el mercado, buenísimo kétchup pero completamente sustituido en la actualidad por Heinz, el padre de los kétchups del mundo y en materias como esta no hace falta innovar, ni siquiera apelando a la nostalgia. Son casos perdidos. Y nótese que no denominamos "hamburguesa" al trozo de carne. La hamburguesa es el todo, con pan y con todos sus ingredientes incorporados. Si usted lo ve de ese modo, empieza a entender la magia del asunto. El resultado es que la hamburguesa del Rich ha sido una auténtica delicia, que en cada bocado hace crunch gracias al pepinillo y sobre todo gracias a la cebolla. Crunch-crunch.
Juan había traído las recetas en su archivador, el que rescató del naufragio junto a su cámara fotográfica, recetas con los ingredientes ponderados en una vieja balanza que se perdió en el mar y con la precisión de un obsesivo, como era su caso. Por aquellos entonces, vale la pena señalarlo, las cadenas de los grandes búrgueres todavía no se apropiaban del mercado. Ni siquiera el Burger Inn, precursor chilensis del McDonald's y del Burger King. De modo tal que esto era una verdadera novedad penquista: Rich Hamburguesas.
Juan encontró en Olga su complemento perfecto y nosotros nos hicimos clientes y amigos del "lobo-zíngaro" y su mujer, que sí tenían permiso para vender cervezas, así es que nos podíamos pasar un buen rato en los metritos cuadrados del Rich en la galería O'Higgins. El lobo era cinéfilo y también fotógrafo. Renovaba con frecuencia su cámara, suscrito a las más sofisticadas revistas de fotografía. Hasta en la actualidad lo hacía desde su casa en Vilumanqui. En cuanto al cine, los parroquianos del Rich sufragábamos por nuestras películas preferidas para elegir al fin de cada año la mejor película y reunirnos entonces a celebrar en una suerte de entrega local de los óscares.
Los hippies hamburgueseros llegaban a expresar sus preferencias y a masticar unas Rich. Esto es muy interesante, porque las hamburguesas del Rich no representaban el non plus ultra de la sociedad de consumo, como sí resultó representarlo después el McDonald's. Se transformó entonces el Rich en un centro de encuentro y discusión, un faro, un espacio cultural, donde se debatía de música pop, cine y literatura y de paso se podía quejar uno de la dictadura con relativa tranquilidad, por aquellos entonces.
Al comienzo, nuestro "lobo estepario" se instaló en la galería O'Higgins, como ya hemos dicho, la misma donde había echado abajo su cabellera cuando recién llegó, pero más adelante se cambió a la vuelta de la esquina, en la calle Colo-Colo, frente al hotel Alonso de Ercilla y allí obtuvo años más tarde el permiso para producir papas fritas, lo que no era posible en la galería donde el olor a carne ya era más que suficiente. Ya habíamos egresado de la universidad cuando el traslado ocurrió, pero esa historia es increíble y me la relató el propio Juan cuando en una ocasión, habiendo alquilado una habitación en el hotel mencionado constaté en la techumbre del edificio de dos pisos del frente, donde se ubicaba el Rich, un constructo de metal gigantesco, con tubos y chimeneas que me recordaban a la nave espacial de los Encuentros Cercanos del Tercer Tipo. Cuando le pregunté de qué se trataba aquello, noté que sus ojos se humedecían y con la mirada triste el "zíngaro" me hizo el relato del oscuro periplo que debió realizar para obtener la autorización sanitaria para producir sus papas fritas, sin dejarse tentar por los mensajes entre líneas y los guiños de ojos de los funcionarios de la Seremi.
Más adelante se expandió al mall del Trébol y allí su negocio fue presa de un voraz incendio iniciado en unas bodegas ajenas que lo encontró sin más seguros que los del propio mall y así fue que estuvo litigando por años con la inmobiliaria y que se recluyó finalmente en su local de la calle Colo-Colo, renunciando al ímpetu expansivo del cual había sido presa arrastrado por el delirio neoliberal del entorno. Me han enseñado mis amigos que hay ambiciones buenas y ambiciones malas. En el caso de Juan habrá sido de las buenas, no cabe duda.
Y en eso estábamos cuando se hizo de nuevo la noche y hace apenas una semana Juan, el "lobo de la estepa", el "zíngaro", dejó en casa a Olga, su amada mujer, a su hija y a sus nietas y también dejó su viejo archivador, para dirigirse de nuevo a Talcahuano y ¿podrán creer ustedes que ahí estaba reparada la barca y esperándolo, en medio de la bruma de la que ya habíamos hablado? Subió las escalerillas con su cámara al hombro, hizo un par de gestos con las manos como diciéndonos adiós y se lanzó mar adentro. La luz se apagó, como en los cines.
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