La herencia del gato

O. Henry es el seudónimo de William Sydney Porter (1862-1910), farmacéutico, periodista y maestro del relato breve con desenlaces súbitos. Brillantes colofones que darían lugar a la fórmula, Un final a lo O. Henry. Sin duda, su cuento El regalo de los Reyes Magos es insuperable muestra de esa técnica.

Igualmente comparte honores con Edgar Allan Poe y Mark Twain en la gestación de la singular short story norteamericana.

Nacido un 11 de septiembre en Greensboro, Carolina del Norte, la tuberculosis le arrebataría a su madre cuando apenas tenía tres años. Pérdida que al inconsolable esposo, el doctor Porter, lo haría caer sin solución de continuidad en la dipsomanía. William, buen lector y alumno aplicado, ingresa como dependiente en la botica de un tío hasta titularse de farmacéutico.

Hombre de múltiples oficios, incluso sería ovejero en Texas. Luego, vive algunos años en  casa de un amigo, en Austin. Inquilino en aquella residencia era el inquieto gato Henry y de los frecuentes, “¡Oh, Henry!”, provocados por sus felinas travesuras surgiría el apodo literario. Tiempos de su gradual inicio en el alcohol, “cuyas puertas siempre abiertas no sirven para salir”, según la tesis teillieriana.

Tras fugarse con Athol Estes, muchacha de familia adinerada y futura madre de su hija Margaret, funda el semanario humorístico The Rolling Stone. Después, recalaría de cajero en el First National Bank donde sufre un percance esencial, es acusado de desfalco. Si bien muchos creían en su inocencia, presintiendo el arresto decide refugiarse en Honduras.

Allí, en Trujillo, permanece siete meses. Más tarde escribió crónicas ambientadas en Coralio pueblo de la voluble Anchuria, imaginario país caribeño. Casi todas esas historias –con intrigas de opereta, y amasijo  de realidades y maravillas- fueron incluidas en Coles y reyes, novela que explora aspectos propios de la vida anchuriense, acuñando en ella el socorrido axioma “república bananera”.

Enterado de la grave enfermedad de su mujer, regresa para acompañarla en la agonía, gesto que le significa una condena de cinco años de presidio por el referido asunto bancario. Durante el hito carcelario, para mantener a la pequeña Margaret, comenzó a escribir y una de esas composiciones, El calcetín navideño de Dick el Silbador, aparecería en la afamada revista McClure’s Magazine.

Cumplida su pena, tal vez para borrar pretéritas sombras, se convierte definitivamente en O. Henry.

Instalado en Nueva York, escenario de muchas narraciones suyas con retratos de personajes sencillos, dependientes, policías o camareras, lograría reconocimiento del público aunque nunca el bienestar económico; quizá por la invariable afición etílica. El regalo de los Reyes Magos lo habría escrito en pocas horas mientras despachaba una o dos botellas de whisky.

Ni el nuevo matrimonio con su novia de infancia, Sarah Lindsey Coleman, ni el éxito editorial impidieron su completa caída en el alcoholismo. Sarah lo abandona y O. Henry muere un 5 de junio, víctima relativamente joven de una bien cultivada cirrosis hepática.

Al revés de sus tramas, un amén nada insólito.

En su narrativa prefigura a grandes como J. D. Salinger, Truman Capote o Raymond Carver. Y Borges lo admiraba con observaciones: “Edgar Allan Poe sostenía que todo cuento debe redactarse en función del final; O. Henry exageró esta doctrina y llegó al trick story, relación con una sorpresa acechando en la última línea. A la larga es algo mecánico; nos dejó, sin embargo, más de una obra maestra.”

Los formalistas rusos, en cambio, lo aplaudían sin reticencias, especialmente Boris Eijenbaum que publicó en 1927 un agudo examen de su estilo y métodos.

O. Henry, acaso persuadido por la duquesa de Lewis Carroll, “todas las cosas envuelven una enseñanza y sólo se trata de encontrarla”, deambularía por innumerables pueblos indagando en el arte de los timadores o sondearía conflictos de clase en la gran ciudad. Así, capta el sabor de la época y sus circunstancias expresándolo con inimitable toque de ironía, verismo y chispa gramatical.

Este aprendizaje cuajará con brillo en Los pícaros sentimentales, aventuras de un cordial dúo de bribones con aires filosóficos: Jeff Peters y Andy Tucker. El Oeste era un mercado lleno de posibilidades y, con elástica fortuna, se dedicaban a su descubrimiento y beneficio. Sus armas: imaginación y un elaborado código ético con la estafa ubicada en palco preferencial.

Jeff Peters, “Espero retirarme de los negocios y cuando lo haga confío en que nadie sea capaz de sostener que yo he recibido jamás un solo dólar de nadie sin darle en cambio un quid pro rata. Aunque fuese una joya falsa, semillas para su jardín o una loción para el lumbago …

No hubo Estado inmune a sus tácticas de escamoteo científico, cuya flexibilidad moral imponía, no obstante, límites infranqueables: “Hay dos géneros de ilicitud –dijo Jeff-que debieran ser reprimidos por la ley. Me refiero a la especulación al estilo Wall Street y al robo.

Asimismo, estimaba que cierta clase de ciudadanos hipotéticamente honrados, siempre buscando conseguir algo gratis, mantienen las trapacerías. Sin ellos, los estafadores abandonarían la senda delincuencial por apatía de la demanda.

Reeditando esa dialéctica, ¿Tendríamos tanto robo si no existieran los escurridizos reducidores asiduamente visitados por virtuosos contribuyentes? ¿El modesto balurdo callejero o el fraude financiero de compañías que garantizan un seis por ciento mensual, no se explican en buena parte por la codicia del peatón o de los ahorrantes?

O. Henry, en su versatilidad, inventaría a Cisco Kid una figura popular de películas, series televisivas y comics. Recorría Nuevo México montado en el blanquinegro Diablo, socorriendo a humildes y desamparados, sin asesinar indios, usual praxis de la mayoría de los héroes del western.

Realmente, Cisco Kid nunca mató a nadie.

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