La sabiduría del Marqués

Considerando las tarjetas de presentación más propias de la especie humana: filosofía, ciencia, arte, literatura, hoy es casi imposible la originalidad. Las sucesivas y diversas interrelaciones entre ellas y con su entorno hacen muy difícil eludir influencias o antecedentes en sus cultivados frutos.

Ciertos artistas atormentados por ese demonio, ignoran la sentencia bíblica: “lo que fue es lo mismo que será”.¿Originalidad total? No existe, en el arte ni en nada.El poeta, obligado a trabajar con formas dadas, no es un creador absoluto, se establece en la novela Adán Buenosayres.

Superando errores y falsas teorías, el ejemplo iluminador de los maestros está presente en cada paso de la ciencia. De igual manera, el arte obedece a la ley de atracción imitando a los precursores preferidos, asegura Pasternak.

La imaginación reúne y amolda, no crea jamás, dice Santa Catalina de Alejandría en La isla de los pingüinos.

Quizá lo exclusivo o característico de la época actual sea estar al borde del abismo.

Somos el animal que ríe, también que se suicida o embrolla demasiado su existencia; además, obcecado predador del medioambiente, es decir, de sí mismo.Aunque en nuestro genio haya fuerzas creadoras dispuestas a corregir los errores cometidos, en pro de un planeta habitable.

La industria es despliegue de energía, imaginación y creatividad inspirada en conocimientos y experiencias anteriores. 2001 Odisea del Espacio (Stanley Kubrik) expresa bellamente la idea en sus primeras secuencias. Esa nave espacial arrullada por un vals de Strauss, transfiguración de un hueso -previamente usado como instrumento y lanzado al aire por un ser a medio camino entre el mono y el hombre-, es elocuente y reflexiva imagen de la complejidad técnico-científica reconociendo sus modestos orígenes.

Sin Newton no hay Einstein; el existencialismo se remonta hasta el mismo Sócrates; la noción de contrato social no fue ajena a Protágoras; importantes términos psicoanalíticos dormitaban en cuentos de Las Mil y Una Noches, etc.

Y si nadie escapa a la constante universal de influjos y ascendencias, en determinados casos éstas son curiosas, como diría la Alicia de Lewis Carroll. Sorprende Kafka revelando a un discípulo: “Dickens es uno de mis autores favoritos. Sí, incluso durante cierto período, fue ejemplo de lo que yo quería lograr. Su querido Karl Rossmann es un familiar lejano de David Copperfield y de Oliver Twist.”

Provocadora es la siguiente relación.

“Corto y tedioso es el tiempo de nuestra vida; no hay consuelo en el fin del individuo o después de la muerte, ni se sabe de nadie que haya vuelto de los infiernos o del otro mundo. Somos como huella de nube que pasa. Venid, pues, y gocemos de los bienes presentes y apresurémonos a disfrutar de las criaturas mientras seamos jóvenes. Llenémonos de vinos exquisitos y de perfumes y no dejemos pasar la flor de la edad. No haya prado donde no quede rastro de nuestra intemperancia. Oprimamos al pobre, no perdonemos a la viuda ni respetemos las canas del anciano. Sea nuestra fuerza la norma de la justicia, porque lo débil es inútil. Agobiemos al latoso justo con ultrajes y tormentos.”

Este colorido manifiesto ético o valórico, según el léxico electoral, sugiere al francés Donatien Alphonse de Sade (1740 - 1814) cuyos textos, “apología del crimen” para unos, animan los mayores elogios en otros. Breton y los surrealistas lo proclamaron “Divino Marqués” en referencia al “Divino Aretino”, epicúreo poeta renacentista que amenizara el siglo XVI con sus aún recomendables Sonetos lujuriosos.
Lo insinúa porque en el Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo el agónico personaje sadiano declara:

“He aquí los principios que deberíamos seguir, sin necesidad de religión ni dios. Solamente un buen corazón... Predicador, olvida dioses y religiones que son fuego en las manos del hombre y por las cuales se ha derramado mucha sangre. Renuncia al otro mundo y sé feliz en éste. Amigo mío, la voluptuosidad fue el más preciado de mis placeres y lo he reverenciado toda mi vida…’’

Rumbo a la eternidad o a la nada, este galán arrepentido por la mediocre atención otorgada a sus más vivos gustos y pasiones, contrito por los prejuicios que frenaron sus impulsos, parece aprovechado aprendiz del incitante relato anterior.

Asimismo, en Justine el abate Clément es inapelable:

“Vamos, ¿cuándo comprenderemos que no existen gustos, por raros o criminales, que no provengan de la fuerza que recibimos de la naturaleza?”

Tan asertivo como sería el caballero Dolmancé en La filosofía en el tocador, exponiendo ante su nueva y dulce seguidora:

“¿Cómo la naturaleza que siempre nos aconseja deleitarnos podría prohibirnos el deleite que aflige a otros? ¡Ah, créalo Eugenia! La naturaleza no habla a cada cual sino de él mismo: nada más egoísta que su voz y el santo llamado a gozar, no importa a expensas de quién.”

En su oficio estético filosófico, Sade se inspiró en los pensadores materialistas del siglo XVIII. No obstante, el pasaje expuesto al comienzo, esbozo de algunas de sus más caras premisas (hedonismo, finitud del hombre, moral del más fuerte), no pertenece a ninguno de ellos.

Son líneas de un acápite del Libro de la Sabiduría, Antiguo Testamento. Es lo admirable: una de las doctrinas arquetípicas del ateísmo moderno –que significó largos años de cárceles y manicomio a su artífice- de algún modo había sido bosquejada en el escrito base del cristianismo.

Formado en su juventud por los jesuitas, Sade -«el espíritu más libre que jamás ha existido» en opinión de Apollinaire- fue atento lector de la Biblia. Análogamente, el Libro de la Sabiduría ha conocido algo que el libertino francés sufrió tenazmente: la censura.Al menos las ediciones protestantes lo eliminan.

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