Max Berrú nos ha dejado. Fue, en la historia de nuestro grupo quien organizó con entusiasmo y desprendimiento muchos momentos que recordaremos siempre con gratitud; nuestro equipo de fútbol en Roma, siendo él y Durán los cracks. Múltiples relaciones sociales que luego nos permitía planificar vacaciones o alivianar ingratos trámites en Extranjería para obtener o renovar las visas de permanencia durante el exilio. En fin. Cocinero entusiasta y generoso. Llegó incluso a planificar un partido de fútbol con curas chinos que pasaban una temporada en el Vaticano. Su simpatía y cercanía en el trato eran únicas y quizá si, efectivamente, Max fuera de todos nosotros el mejor, el más dispuesto, el más feliz si los demás eran felices. Por eso fue auténticamente muy querido y reconocido.
También Max fue nuestra conexión con el mundo Macondiano, con el mundo de las historias fantásticas de su pueblo natal, Cariamanga, en el sur de Ecuador, que a ratos pensábamos las inventaba para hacernos pasar un momento grato. Que los otros estuvieran agradados era la preocupación que Max tuvo toda su vida.
Abrió de par en par la casa de su numerosa familia quiteña para que nos hospedáramos a gusto cada vez que allá llegábamos, otro tanto con su casa de Ñuñoa.
Cuando lo conocí, a mediados de 1967, cantaba una canción de su tierra ecuatoriana de modo fascinante: “Mi Quito tiene un sol grande / Y sus noches estrelladas / La luna por el oriente / Alumbra en las madrugadas”.
Su timbre de voz era encantador y único. Lo mejor, cuando las dolidas rancheras, o “Perdón”, de Daniel Santos, se apoderaban de su voz con sentimiento auténtico, por que Max vivió seguramente en vida las desgarradas historias que cantaba.
En Abril de 1997 dejó el grupo en un memorable concierto que hicimos en el Teatro Caupolicán que culminó con una banda de mariachis acompañándolo en una de sus canciones favoritas.
Max había perdido a fines de los ochenta gravemente la audición de uno de sus oídos y eso hacía difícil su desenvoltura en el escenario, espacio de por si caótico en lo acústico. El Inti perdió una de sus voces encantadoras y a uno de sus integrantes fundadores. Y este episodio indeseado fue para Max una herida que nunca cicatrizó.
Pero bueno, creo finalmente que la vida del Inti fue para Max una canción gloriosa y también dolorosa, como aquellas que coherentemente nos susurró desde el fondo de su corazón a nuestros oídos y, que nunca olvidaremos, como aquel “pasillo” de su tierra natal.
“Oye, bajo las ruinas de mis pasiones
en el fondo de esta alma que ya no alegras
entre polvo de ensueños y de ilusiones
yacen entumecidas mis flores negras”.
Max nos deja a sus hijos músicos, que también son nuestros: Tocori y Cristóbal y a su hija menor Aruma. En los ojos de ellos seguiremos viendo la tierna mirada de nuestro querido Max.
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