En ocasiones, la política espectáculo nos brinda sucesos memorables. Y es que vivimos en la era de lo líquido, la ruptura de la lógica, la profanación de las grandes ideas, los límites desdibujados.
En este escenario de expresiones híbridas, un engendro ha surgido de la telepolítica, en cuyo ADN las imágenes como elementos de construcción de poder, apelan a la banalización del arte sin vergüenza de la mediocridad como recurso para posicionarse ante la opinión pública, el Museo de Cera de Las Condes, creación impura, es muestra del cruce a veces deforme y sinsentido entre arte, política y comunicación.
Es fácil perderse en la hilaridad por todo el circo mediático surgido de esta iniciativa.
Desde el manifiesto del desvinculado escultor Rómulo Aramburú quien se dice “iluminado” por Dios con su don, pasando por la indignación de personalidades representadas como Marcelo Ríos “a quién mierda se le ocurre hacer esa hueá de estatua, típico de Chile apurado y mal hecho, devuelvan la plata” hasta el pronunciamiento de la directiva de la Sociedad de Escultores de Chile “la vulgaridad en su expresión más bizarra”, dan cuenta de un patético espectáculo que trasciende la ejecución de las obras.
Es fácil también perderse en su calificación artística, incluso con un fin redentor.
Por una parte, nos recuerda la estética kitsch que “imita el efecto de la imitación, cuyo objetivo es la reacción emotiva del consumidor” como explica el crítico de arte Clement Greenberg. Lo grotesco, el mal gusto, lo recargado, eso es kitsch.
Sin embargo, algo falla en esa lectura porque, a pesar de lo burdo, en lo kitsch existe una intención y claridad argumentativa, ya sea en la ironía, el homenaje al gran arte de los maestros, el juego con lo vulgar o la alusión a lo barato.
Pero estas figuras de cera no tenían el propósito de burla, fiasco y vergüenza nacional. Como indicó su impulsor el alcalde Lavín, fueron un intento muy serio, muy caro y muy planificado de entregar arte, cultura e historia a la comunidad.
Es ahí donde lo camp surge como otra posible lectura, porque “lo camp no se puede decidir, no puede ser intencional, se basa en el candor con que se realiza el artificio (y, podríamos añadir, en la malicia de quien lo reconoce como tal). Hay en lo camp una seriedad que fracasa en su objetivo por exceso de pasión y cierta desmesura en las intenciones” nos aclara Umberto Eco.
Entonces, bien podríamos especular cierto aire camp en esta intención fracasada de museo, pero nuevamente, algo no cierra del todo, y es que lo camp transforma lo serio en frívolo redimiendo el mal gusto con cierta exageración y marginalidad, como señala Susan Sontag “es bello porque es horrible”.
No obstante, estas figuras no pecan de exceso de inocencia no calculado, sino que simplemente, son un epítome de la era de lo falso en Chile.
Resulta que, el principal problema del Museo de Cera de Las Condes, es que es más que una aberración estética. Es una aberración ética.
Es una muestra impúdica de cómo la política manosea el arte y se parapeta en los medios de comunicación con un discurso falso de cultura. “Lo encuentro fantástico, creo que este es un aporte cultural. Es muy entretenido, muy real y muy didáctico para aprender de nuestra historia y la memoria colectiva de Chile” comentó Lavín.
¿Cultura? Me permito poner en cuestión parte de una afirmación de Umberto Eco “podría decirse que existe un arte para los incultos del mismo modo que existe un arte para los cultos, y que hay que respetar la diferencia entre estos dos ‘gustos’ igual que se respetan las diferencias de creencias religiosas o las preferencias sexuales”.
Sí, una cosa es el respeto de la subjetividad en la apreciación artística, con sus bemoles políticos y comunicacionales, pero otra muy distinta es tolerar no sólo el mal gusto y la tontería, sino la evidente y burda intención de idiotizar al público con un espectáculo que profundiza la expresión del hiper individualismo desmarcado y conformista de la sociedad de consumo.
Como señala Gilles Lipovetsky, “¿será ésta quizá la forma en que el capitalismo nos infantiliza mediante espectáculos que reflejan un sistema que privilegia lo simple frente a lo complejo, lo rápido frente a lo lento, la regresión infantil y superficialidad embrutecedora?”
Que este museo suponga rasgos de kitsch o camp no es casual, es síntoma de una época de falta de autenticidad, estereotipos, afectación estilística, falsificación, la creación de experiencias sin ambición intelectual, nada en serio, todo hedonista, el placer rápido por un rato, la ausencia de reflexión.
Y esa es la cultura que nos propone Joaquín Lavín y compañía. La cultura del artificio, del mal gusto, de lo banal, y peor aún, de lo mal hecho.
Esta es una iniciativa carente de ética, saturada de insensatez y pestilente a insignificancia. Una antífrasis política, artística y comunicacional. La afirmación contraria de lo que se quiere decir, cuya hipocresía seduce a los incautos corrompiendo el valor público del arte como noble expresión de la cultura e impulsor del cuestionamiento social.
Con todo, esto es sólo el comienzo. Ya hay anuncios de “correcciones” con otros escultores y nuevas figuras. Más y más cera. Más y más polémica. El show debe continuar y hay que renovar la oferta plástica y la experiencia irreal.
Pero, ya llegará el verano.
Quién sabe si este museo, poco a poco, se derrita.
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