(A 50 años de la grabación del “Blonde on Blonde”).
Como en casi ningún otro lugar del mundo allí se respiraba música, compositores, saxofonistas, cantantes, guitarristas, productores deambulaban hasta altas horas de la madrugada por las húmedas calles y cuidados antejardines de las casas de madera en el barrio donde se encontraban los estudios de grabación, músicos que circulaban en un constante ir y venir con sus ideas, sus estuches de cuero y una melodía rondando en su cabeza. El invierno de marzo daba paso tímida, aunque decididamente, a una primavera no sólo de flores y aire tibio sino también de derechos civiles consagrados para el pueblo afroamericano.
En el Estudio B de Columbia grababan desde las 6 de la tarde del día anterior los últimos temas del más emblemático álbum de su discografía.
Robbie Robertson que tomaba su enésimo café cargado conversaba airadamente con el productor Bob Johnston respecto de la nueva toma de Rainy Day Women Nos. 12 & 35; cada repetición demoraba aún más la sesión; dos temas en 6 horas anticipaban una larga y tediosa noche para finalizar los cuatro temas restantes.
Charlie McCoy, Wayne Moss y Joseph Souter en guitarra, Al Kooper al órgano en casi todos los temas, Henry Strzelecki en bajo, Kenneth Buttrey en batería completaban la banda con la que Bob Dylan cerraría un disco que con los años tendría estatura de imprescindible para comprender el desarrollo del rock, y de paso transformarse en la piedra angular de la estética dylaniana.
Era el 10 de marzo de 1966 en pleno distrito de Music Row en Nashville, la Atenas de la música norteamericana, tierra tenesiana llena de simbolismos, donde la tradición campesina europea se mezcla sutilmente con la expresión africana llegada en época de esclavos y donde músicos como Johnny Cash, Elvis Costello, Brenda Lee o Paul Simon buscaron renovar la música popular con nuevos colores y armonías.
En “Rainy day woman” de ritmo circense y caótico aparece un Dylan embriagado de música sobre el blanco y negro del steinway como un juglar de los tiempos que cambian en plena década de cambios, a última hora un trombonista pedido de urgencia para exacerbar aún más la sátira y la ironía, las 2 de la mañana y el vértigo interpretativo sólo se acelera.
“Obviously 5 Believers” en la misma cuerda que “Rainy” Dylan extrae de las guitarras un sonido británico a la usanza de los Animals, Hollies o Them diciéndole a su querida que los quince malabaristas y los cinco creyentes vestidos de hombre eran sus amigos.
En la satírica y ostentosa “Leopard-Skin Pill-Box Hat” Robbie toma su telecaster para contrapuntear un blues surrealista mientras Dylan extrema su capacidad vocal en un histrionismo galopante.
Y cuando el sol ya clareaba en la calle 17 de Music Row el sonido acelerado e irreverente de “I Want You” venía a poner el broche de oro de un disco de fantásticas atmósferas musicales que muchos guardamos en nuestras discotecas con real devoción.
Lo que Dylan termina de grabar ese 10 de marzo en Nashville venía a completar una serie de sesiones comenzadas en octubre de 1965 en los estudios de la discográfica en Nueva York en manos y cerebro del mismo Bob Johnston.
“Sad Eyed Lady Of The Lowlands” donde Dylan le canta a Sara, la mujer que había desposado secretamente cuatro meses antes o “Stuck Inside Of Mobile With The Memphis Blues Again”; “Absolutely Sweet Marie”; la mítica “Just Like A Woman”, parte fundamental del repertorio dylanesco, y sobre todo “Visions Of Johanna”, acaso una de mis canciones favoritas de Dylan, donde un texto de sobrecogedor lirismo flota misteriosamente sobre el sonido fantástico del órgano de Al Kooper son algunas de esas canciones que completan el long play, que además, dicen, posee el extraño record de ser el primer álbum doble de la historia del rock.
Bob Johnston (1932-2015) músico y productor de culto, también trabajó con los Byrds, Johnny Cash, Leonard Cohen y grabó ese mismo año dos de los mejores discos de Simon and Garfunkel. Con Dylan había grabado un año antes el “Highway 61 Revisited” donde terminaba de consagrar el nuevo sonido eléctrico con el que Dylan dejaba el folk para construir su nuevo manifiesto musical. Pero Johnston que había nacido en Texas, quería ir más lejos, por eso no quiso terminar el disco sin que Dylan pudiera sentir la música como la sienten en el sur y grabar junto a músicos de sesión de Tennessee que pudieran impregnar al universo musical de Dylan la dosis justa de armónicos rasgos sureños tan distintos a los del Greenwich Village.
Cincuenta años han pasado y todavía ningún disco ha podido quitarle al “Blonde on Blonde” el mérito de su sicodélica poesía ni de su fellinesca musicalidad como queriendo reírse burlonamente de los dramas de un país edificado sobre la cruel paradoja de la libertad y democracia con un patio trasero de jóvenes soldados muertos en la fría guerra de Indochina o de activistas civiles asesinados en las barriadas pobres de Jackson o Memphis.
Medio siglo del “Blonde on Blonde”, del relato más profundo de la poesía dylaniana.
Medio siglo ya de la música más fresca del bufón de palacio.
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